Blancanieves
y los siete enanitos
Había una vez
una niña muy bonita, una pequeña princesa que
tenía un cutis blanco como la nieve, labios y
mejillas rojos como la sangre, y cabellos negros
como el azabache. Su nombre era Blancanieves.
A medida que crecía la princesa, su belleza
aumentaba día tras día hasta que su madrastra,
la reina, se puso muy celosa. Llegó un día en
que la malvada madrastra no pudo tolerar más su
presencia y ordenó a un cazador que la llevara
al bosque y la matara. Como ella era tan joven y
bella, el cazador se apiadó de la niña y le
aconsejó que buscara un escondite en el bosque.
Blancanieves corrió tan lejos como se lo
permitieron sus piernas, tropezando con rocas y
troncos de árboles que la lastimaban. Por fin,
cuando ya caía la noche, encontró una casita y
entró para descansar.
Todo en aquella casa era pequeño, pero más
lindo y limpio de lo que se pueda imaginar. Cerca
de la chimenea estaba puesta una mesita con siete
platos muy pequeñitos, siete tacitas de barro y
al otro lado de la habitación se alineaban siete
camitas muy ordenadas. La princesa, cansada, se
echó sobre tres de las camitas, y se quedó
profundamente dormida.
Cuando llegó la noche, los dueños de la casita
regresaron. Eran siete enanitos, que todos los días
salían para trabajar en las minas de oro, muy
lejos, en el corazón de las montañas.
-¡Caramba, qué bella niña! -exclamaron
sorprendidos-. ¿Y cómo llegó hasta aquí?
Se acercaron para admirarla cuidando de no
despertarla. Por la mañana, Blancanieves sintió
miedo al despertarse y ver a los siete enanitos
que la rodeaban. Ellos la interrogaron tan
suavemente que ella se tranquilizó y les contó
su triste historia.
-Si quieres cocinar, coser y lavar para nosotros
-dijeron los enanitos-, puedes quedarte aquí y
te cuidaremos siempre.
Blancanieves aceptó contenta. Vivía muy alegre
con los enanitos, preparándoles la comida y
cuidando de la casita. Todas las mañanas se
paraba en la puerta y los despedía con la mano
cuando los enanitos salían para su trabajo.
Pero ellos le advirtieron:
-Cuídate. Tu madrastra puede saber que vives aquí
y tratará de hacerte daño.
La madrastra, que de veras era una bruja, y
consultaba a su espejo mágico para ver si existía
alguien más bella que ella, descubrió que
Blancanieves vivía en casa de los siete enanitos.
Se puso furiosa y decidió matarla ella misma.
Disfrazada de vieja, la malvada reina preparó
una manzana con veneno, cruzó las siete montañas
y llegó a casa de los enanitos.
Blancanieves, que sentía una gran soledad
durante el día, pensó que aquella viejita no
podía ser peligrosa. La invitó a entrar y aceptó
agradecida la manzana, al parecer deliciosa, que
la bruja le ofreció. Pero, con el primer
mordisco que dio a la fruta, Blancanieves cayó
como muerta.
Aquella noche, cuando los siete enanitos llegaron
a la casita, encontraron a Blancanieves en el
suelo. No respiraba ni se movía. Los enanitos
lloraron amargamente porque la querían con
delirio. Por tres días velaron su cuerpo, que
seguía conservando su belleza -cutis blanco como
la nieve, mejillas y labios rojos como la sangre,
y cabellos negros como el azabache.
-No podemos poner su cuerpo bajo tierra -dijeron
los enanitos. Hicieron un ataúd de cristal, y
colocándola allí, la llevaron a la cima de una
montaña. Todos los días los enanitos iban a
velarla.
Un día el príncipe, que paseaba en su gran
caballo blanco, vio a la bella niña en su caja
de cristal y pudo escuchar la historia de labios
de los enanitos. Se enamoró de Blancanieves y
logró que los enanitos le permitieran llevar el
cuerpo al palacio donde prometió adorarla
siempre. Pero cuando movió la caja de cristal
tropezó y el pedazo de manzana que había comido
Blancanieves se desprendió de su garganta. Ella
despertó de su largo sueño y se sentó. Hubo
gran regocijo, y los enanitos bailaron alegres
mientras Blancanieves aceptaba ir al palacio y
casarse con el príncipe.
FIN
Cuentos de Los hermanos
Grim
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