Los
siete cuervos
HHabía una vez,
hace ya mucho tiempo, un matrimonio que tenía
siete hijos y ninguna hija. Esto era siempre
motivo de pena para aquellas buenas gentes,
porque les hubiera encantado tener una niña. Y
con tanto fervor anhelaban su llegada, que por
fin un día tuvieron la inmensa alegría de
acunar una hijita entre sus brazos. La felicidad
del buen matrimonio fue entonces completa, porque
además dos siete hemanitos adoraban a la
pequeña.
Pero, desdichadamente, la niña no parecía tener
muy buena salud. Y a medida que pasaba el tiempo,
desmejoraba cada vez más. Hasta que un día se
puso tan mal, que los padres no dudaron de que su
hijita se moría. Pensaron entonces que había
que bautizarla, y para ello era preciso traer
agua del pozo.
-tomad vuestros baldes -dijo el padre a los siete
niños-, id al pozo, y volved cuanto antes.
Los muchachos obedecieron. Tomaron sus baldes y
partieron corriendo. Estaban ansiosos por ayudar
a su padre, y en su ansiedad, cada uno quería
ser el primero en hundir su balde en el pozo. Se
lanzaron atropelladamente sobre el mismo, con
tanto aturdimiento y tan mala fortuna, que los
baldes escaparon de sus manos y cayeron al fondo
del pozo. Los muchachos quedaron desolados. Se
miraban uno a otro, sin saber qué hacer ni qué
decir.
-¡Dios mío! -exclamó uno de ellos, por fin-.
¿Qué le diremos ahora a papá? No podemos
volver a casa sin el agua.
En su desesperación, trataron de sacar los
baldes del pozo; pero todo fue en vano. No
pudieron lograrlo, y atemorizados al pensar en el
enojo con que los recibiría su padre, se
quedaron meditando, sentados junto al pozo.
-Si volvemos sin el agua -dijo uno de ellos-,
nuestro padre se sentirá tan enojado que nos
castigará duramente.
-Es muy cierto -añadió otro-. Y no le faltará
razón.
-No debimos ser tan atolondrados... -suspiró un
tercero.
-Nadie tiene la culpa -añadió el cuarto-. Si
los baldes se han caído al pozo, ha sido
solamente una desgracia.
-Sí -comentó el quinto-, pero papá y mamá
están demasiado afligidos para que atiendan
nuestras razones.
-Yo no me atrevería a volver a casa -se lamentó
el sexto, casi a punto de llorar.
-Es inútil que nos lamentemos -concluyó el
séptimo-.
La cosa no tiene remedio. Todo lo que nos queda
por hacer, es ver de qué manera podemos salir de
este embrollo.
Mientras tanto, en la casa, el padre se
impacientaba ante la tardanza de los muchachos.
Se asomaba a la ventana y miraba el camino,
tratando de descubrirlos. Pero el camino estaba
desierto y los muchachos no volvían.
-¡Ah! -dijo el pobre hombre de pronto-.
Seguramente que esos siete holgazanes se han
quedado jugando. Es imposible, de otra manera,
que tarden tanto en volver del pozo con el agua.
Y nuevamente volvía a pasearse, y otra vez se
asombaba a la ventana para mirar al camino. Pero
llegó un momento en que su deseperación por la
tardanza de los muchachos fue tanta y tan grande,
que sin poder contenerse exclamó:
-¡Perezosos! ¡Ojalá se convirtieran en siete
cuervos!
No imaginó nunca lo que podía suceder. Apenas
había dicho esas palabras, cuando sintió un
aleteo sobre su cabeza; levantó los ojos, y con
gran espanto vio contra el cielo azul siete
cuervos negros que volaban sobre la casa.
Grande fue su desesperación y la de su mujer
cuando comprendieron que aquellos siete cuervos
eran sus siete hijos.
-¡Pobres niños! -decía el padre afligido,
viendo que los cuervos, después de volar un rato
sobre su cabeza, partían hacia el horizonte.
¡Pobres niños! Y ¿qué será ahora de nosotros?
Pero el daño ya estaba hecho, y no podía
remediarse. La mujer trató de consolarse.
-Es inútil ya que pensemos en ellos -le dijo-.
Quizá algún día vuelvan. Pero por ahora,
pensemos en nuestra hijita que está aquí, y
tratemos de salvarla.
El buen hombre comprendió que su mujer estaba en
lo cierto. Y tantos cuidados prodigaron a la
niña, que afortunadamente la pequeña no murió.
Pasaron los años, y la niña que fuera tan
delicada, creció sana y fuerte.
El matrimonio vivía feliz con el cariño de su
hija, pero el padre solía quedarse a veces
pensativo mirando hacia el cielo, como si
esperara algo; y un buen día le dijo su mujer:
-Oye, marido. Es preciso que la niña no sepa la
historia de los siete cuervos; de modo que
debemos cuidarnos mucho. Nada ganas con pasarte
las horas junto a la ventana. Yo confío en que
ellos volverán quizás algún día. Pero
mientras tanto, olvidemos aquello.
El padre asintió. Y de este modo, como jamás le
hablaron sus padres de los siete hermanos, la
niña no supo nunca la triste historia.
Pero un día en que conversaba con una vecina,
escapósele a ésta el secreto.
-¡Qué bonita eres! -dijo la mujer; y añadió
atolondradamente-: Es lástima que tus hermanos
que tanto te querían no estén aquí para verte.
La niña se quedó pensativa, y en seguida
preguntó:
-¿Mis hermanos? Debéis estar equivocada. Yo
nunca he tenido hermanos. ¿De quién habláis?
La buena mujer comprendió que había hablado por
demás y que su charlatanería iba a provocar un
disgusto en casa de sus vecinos. Pero ya no
había manera de retroceder. Ante las preguntas
de la niña, se vio obligada a contarle la triste
historia del encantamiento de sus hermanos,
debido a la maldición de su padre cuando ella
era apenas una niñita recién nacida.
Así fue cómo la pequeña supo que, un poco a
causa suya, sus siete hermanos estaban ahora
convertidos en siete cuervos. Entonces sintió
tal aflicción que decidió hablar a sus padres.
La pobre gente comprendió que ya no podía
ocultarle la verdad.
. Es cierto todo lo que te ha dicho la vecina -dijo
la madre, afligida-. Pero hace ya mucho tiempo,
mucho tiempo, y nunca hemos vuelto a verles.
Entonces dijo la niña:
-Pues yo he de ir a buscarles. Soy culpable de
que los pobrecitos estén ahora convertidos en
siete cuervos, y es preciso que los encuentre
para que puedan volver a casa.
-¡Pero no sabemos dónde están! -exclamaron los
padres-. ¿Cómo harás para encontrarles? La
niña se quedó un momento pensando. Sus padres
tenían razón: sería muy difícil saber dónde
habitaban ahora los siete cuervos encantados.
Pero después de un instante, exclamó:
-No sé todavía cómo haré para encontrarles.
Preguntaré y preguntaré hasta dar con ellos. Y
el día que eso suceda, volveré a casa con mis
hermanitos.
Los padres, comprendiendo que la niña estaba
decidida, no se opusieron a su partida. La mamá
le preparó una cesta con merienda para el viaje,
y entregándole su anillo de bodas como recuerdo,
la despidió en el camino.
La niña echó a andar, y después de mucho
caminar, sin hallar seña alguna de sus hermanos,
llegó al fin del mundo. Ya no le quedaba otra
cosa que hacer que lanzarse al espacio; y la
niña, siempre en busca de los siete cuervos,
llegó al sol.
-Aquí no vas a encontrar a nadie -le dijo el sol
de mal modo-. Cualquiera que pretendiera quedarse
más de un minuto, se moriría abrasado.
Y como el sol ardía y le quemaba los pies, la
niñita huyó presurosa del ardiente astro.
Pensó que quizá estuvieran los cuervos en la
luna, y hacia ella se encaminó
-Aquí no vas a encontrar a nadie- le dijo la
luna con indeferencia-. Cualquiera que
pretendiera quedarse más de un minuto, se
moriría congelado.
Y como allí hacía demasiado frío, temblorosa y
helada volvió la niña a la tierra y se puso a
llorar. En ninguna parte podía encontrar a sus
hermanitos. Pronto comprendió que nada ganaría
con sus lágrimas, de modo que, secando sus ojos,
se dispuso a emprender otra vez el camino. Pero
ya no sabía adónde ir. Miró otra vez hacia el
cielo, y creyó ver que las estrellas le hacían
guiños amistosos. Llena de esperanza, volvió
entonces hacia el cielo. Y las estrellas la
recibieron con grandes muestras de alegría.
-¡Aquí está! -decían alborozadas-. ¡Aquí
está la gentil niñita que ha recorrido el mundo
en busca de sus hermanos! Ved qué buena y
hermosa es.
Y una de ellas, la más luminosa de todas,
aquella que llaman el Lucero del Alba, salió a
su encuentro.
-Dulce niña -le dijo-. Has sido tan buena al
recorrer todo el mundo en busca de tus siete
hermanos, que mereces una recompensa. Tus
hermanitos, los siete cuervos encantados, viven
en la cumbre de una montaña de cristal, en un
castillo. Pero jamás podrás entrar allí si no
llevas para abrir la puerta este trocito de
madera que te entrego.
La niña, llena de alborozo, le agradeció el
obsequio. Y despidiéndose de las buenas
estrellas, partió otra vez en busca de sus
hermanos. Pronto alcanzó a ver la gran montaña
de cristal, que brillaba en medio de la tierra.
-Ahí está el castillo -se dijo la niña- y
pronto estaré junto a mis hermanos.
Momentos después se hallaba frente a la puerta
del castillo. Era aquella una puerta pesada y
enorme, muy difícil de mover; pero, cosa rara,
su cerradura era muy chiquita: del tamaño del
trocito de madera que Estrella del Alba entregara
a la niña. La pequeña buscó la valiosa astilla
en sus bolsillos, y con inmensa pena halló que
la había perdido.
La pobre niña se echó a llorar. Toda su tarea
quedaba perdida. ¿Qué haría ahora? Pronto
comprendió, como antes, que llorando no
conseguiría resolver su delicada situación; y
otra vez secó sus ojos. Pensó un largo rato.
-Mi dedo índice -se dijo- tiene casi el mismo
tamaño que el trocito de madera que me dio la
buena estrella. Es posible que con él pueda
abrir la puerta del castillo.
Probó a hacerlo; hizo rodar el dedito en la
cerradura, y la puerta se abrió. ¡Qué alegría
sintió la niña! Frente a ella apareció
entonces un enano que la saludó con gran
reverencia.
-Bienvenida seas a esta casa -le dijo-. ¿Qué
deseas?
-Quiero ver a los siete cuervos -contestó la
niña sin temor-. Las estrellas me han dicho que
vivían aquí.
-Es verdad -respondió el gentil enano-, pero en
este momento mis amos han salido. Sin embargo,
como no tardarán en volver, si quieres puedes
pasar a esperarlos. Es posible que se alegren de
verte, pero nunca reciben a nadie.
La niña no se hizo repetir la invitación y
entró en el castillo. Cruzó el amplio
vestíbulo, y el enano la condujo al comedor,
donde se vio frente a una gran mesa puesta para
siete cubiertos. Como después de su largo viaje
la niña tenía hambre, dijo al enano:
-¿Podría servirme algo de lo que hay sobre la
mesa? Estoy muy cansada y tengo hambre y sed.
-Sí -dijo el enano-. Come y bebe si quieres.
Y como la niña no quería privar a ninguno de
los siete cuervos de su ración, probó nada más
que un bocado de cada plato y bebió un sorbo de
cada vaso.
Pero no advirtió que el anillo de bodas de su
madre rodó de su dedo y cayó al fondo de uno de
los vasos.
De pronto se sintió afuera un aleteo de pájaros
y la niña se levantó presurosa.
-Escóndeme -dijo al enano-; no quisiera que tus
amos los siete cuervos me vieran todavía.
El enano la hizo ocultar tras una cortina, y poco
después se vio entrar por la ventana a los siete
cuervos. Se posó cada uno junto a su plato, y
comenzaron a comer. De pronto, uno de ellos
exclamó:
-Parece como si alguien hubiera comido en mi
plato y bebido en mi vaso.
-Pues, ¡y en el mío! -dijo otro.
-¡Y en el mío, y en el mío! -gritaban todos
los cuervos a un tiempo, en medio de un agitado
batir de alas.
Y cuando el último de ellos miró su vaso,
advirtió que algo sonaba en el fondo del mismo.
Miraron todos, y con gran sorpresa vieron en el
vaso el anillo de bodas de su madre.
Primero se quedaron mudos de asombro. Pero en
seguida comprendieron que aquello que parecía un
milagro no tenía sino una explicación. Y dando
grandes aleteos de alegría, comenzaron a gritar
alborozados:
-¡Nuestra hermanita ha venido a buscarnos!
¡Nuestra hermanita ha venido a buscarnos!
Al oírles, salió la niña de su escondite y
comenzó a besar a los cuervos. Y sucedió que a
medida que los besaba, los feos pájaros negros
se fueron convirtiendo en apuestos jóvenes.
Los hermanos se abrazaron, locos de contento.
-No podéis daros una idea de lo feliz que me
siento -dijo la pequeña-. Os he buscado tanto,
que me parece imposible haberos encontrado a
todos sanos y salvos.
-Y nosotros, hermanita -dijeron ellos- nunca
sabremos cómo agradecerte lo que has hecho por
encontrarnos.
-Ahora, lo que debemos hacer es volver cuanto
antes a casa. ¡Imaginaos la alegría que
sentirán al veros papá y mamá!
Al recordar a sus padres, los jóvenes desearon
vivamente volver al viejo hogar. Se despidieron
del enano, y al cabo de un largo viaje llegaron
los siete muchachos y la niña a la antigua casa,
donde los padres los recibieron alborozados.
FIN
Cuentos de Los hermanos
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