El hada del sauco
Érase
una vez un chiquillo que se había resfriado.
Cuando estaba fuera de casa se había mojado los
pies, nadie sabía cómo, pues el tiempo era
completamente seco. Su madre lo desnudó y
acostó, y, pidiendo la tetera, se dispuso a
prepararle una taza de té de saúco, pues esto
calienta. En esto vino aquel viejo señor tan
divertido que vivía solo en el último piso de
la casa. No tenía mujer ni hijos pero quería a
los niños, y sabía tantos cuentos e historias
que daba gusto oírlo. -Ahora
vas a tomarte el té -dijo la madre al pequeño-
y a lo mejor te contarán un cuento, además. -Lo
haría si supiese alguno nuevo -dijo el viejo con
un gesto amistoso-. Pero, ¿cómo se ha mojado
los pies este rapaz? -preguntó. -¡Eso
digo yo! -contestó la madre-. ¡Cualquiera lo
entiende! -¿Me
contarás un cuento? -pidió el niño. -¿Puedes
decirme exactamente -pues debes saberlo- qué
profundidad tiene el arroyo del callejón por
donde vas a la escuela? -Me llega
justo a la caña de las botas -respondió el
pequeño-, pero sólo si me meto en el agujero
hondo. -Conque
así te mojaste los pies, ¿eh? -dijo el viejo-.
Bueno, ahora tendría que contarte un cuento,
pero el caso es que ya no sé más. -Pues
invéntese uno nuevo -replicó el chiquillo-.
Dice mi madre que de todo lo que observa saca
usted un cuento, y de todo lo que toca, una
historia. -Sí,
pero esos cuentos e historias no sirven. Los de
verdad, vienen por sí solos, llaman a la frente
y dicen: ¡aquí estoy! -¿Llamarán
pronto? -preguntó el pequeño. La madre se echó
a reír, puso té de saúco en la tetera y le
vertió agua hirviendo. -¡Cuente,
cuente! -Lo haré,
si el cuento quiere venir por sí solo, pero son
muy remilgados. Sólo se presentan cuando les
viene en gana. ¡Espera! -añadió-. ¡Ya lo
tenemos! Escucha, hay uno en la tetera. El
pequeño dirigió la mirada a la tetera; la tapa
se levantaba, y las flores de saúco salían del
cacharro, tiernas y blancas; proyectaron grandes
ramas largas, y hasta del pitorro salían,
esparciéndose en todas direcciones y creciendo
sin cesar. Era un
espléndido saúco, un verdadero árbol, que
llegó hasta la cama, apartando las cortinas. Era
todo él un cuajo de flores olorosas, y en el
centro había una anciana de bondadoso aspecto,
extrañamente vestida. Todo su ropaje era verde,
como las hojas del saúco, lleno de grandes
flores blancas. A primera vista no se distinguía
si aquello era tela o verdor y flores vivas. -¿Cómo
se llama esta mujer? -preguntó el niño. «Verás:
los romanos y griegos -respondió el viejo- la
llamaban Dríada, pero esta palabra no la
entendemos nosotros. Allá en Nyboder le damos
otro nombre mejor; la llamamos mamita
saúco, y has de fijarte en esto. Escucha y
contempla el espléndido saúco. Hay uno como él,
florido también, allá abajo; crecía en un
ángulo de una era pequeña y humilde. Un
mediodía dos ancianos se habían sentado al sol,
bajo aquel árbol. Eran un marino muy viejo y su
mujer, que no lo era menos. Tenían ya bisnietos,
y pronto celebrarían las bodas de oro, aunque
apenas se acordaban ya del día de su boda; el
hada, desde el árbol, parecía tan satisfecha
como esta de aquí. -Yo sé
cuándo son sus bodas de oro -dijo; pero los
viejos no la oyeron; hablaban de tiempos pasados.
-¿Te
acuerdas? -decía el viejo marino-. ¿Te acuerdas
de cuando éramos niños y corríamos y
jugábamos en esta misma era? Plantábamos
tallitos en el suelo y hacíamos un jardín. -Sí -replicó
la anciana-, lo recuerdo bien. Regábamos los
tallos; uno e ellos era una rama de saúco, que
echó raíces y sacó verdes brotes y se
convirtió en un árbol grande y espléndido;
este mismo bajo el cual estamos. -Sí,
esto es -dijo él-; y allí en la esquina había
un gran barreño; en él flotaba mi barca. Yo
mismo me la había tallado. ¡Qué bien navegaba!
Pero pronto lo haría yo por otros mares. -Sí,
pero antes fuimos a la escuela y aprendimos unas
cuantas cosas prosiguió ella- Y luego nos
prometieron. Los dos llorábamos, pero aquella
tarde fuimos, cogidos de la mano, a la Torre
Redonda, para ver el ancho mundo que se extiende
más allá de Copenhague y del océano. Después
nos fuimos a Frederiksberg, donde el Rey y la
Reina paseaban por los canales en su embarcación
de gala. -Pero
pronto me tocó a mí navegar por otros lugares,
durante muchos años. Fui lejos, muy lejos, en el
curso de largos viajes. -Sí,
¡cuántas lágrimas me costaste! -dijo ella-.
Creí que habías muerto; te veía en el fondo
del mar, sepultado en el fango. ¡Cuántas noches
me levanté para ver si la veleta giraba! Sí,
giraba, pero tú no volvías. Me acuerdo de un
día que estaba lloviendo a cántaros, el
basurero se paró frente a la puerta de la casa
donde yo servía. ¡Era un tiempo espantoso! Yo
salí con el cubo de basura y me quedé en la
puerta, y mientras aguardaba allí se me acercó
el cartero y me dio una carta, una carta tuya.
¡Dios mío, lo que había viajado aquel sobre!
Lo abrí y leí la carta, llorando y riendo a la
vez. ¡Estaba tan contenta! Decía el papel que
te hallabas en tierras cálidas, donde crecía el
café. ¡Qué país más maravilloso debe ser!
¡Me contabas tantas cosas! Y yo las estaba
viendo mientras la lluvia caía sin cesar, de pie
yo con mi cubo de basura. Alguien me cogió por
el talle... -Pero tú
le propinaste un buen bofetón, muy sonoro por
cierto. -No
sabía que fueses tú. Habías llegado junto con
la carta y ¡estabas tan guapo! -y todavía lo
eres-. Llevabas en el bolsillo un largo pañuelo
de seda amarillo, y un sombrero nuevo. ¡Qué
elegante ibas! ¡Dios mío y qué tiempo hacía,
y cómo estaba la calle! -Entonces
nos casamos -dijo él-, ¿te acuerdas? ¿Y de
cuándo vino el primer hijo, y después María y
Niels, y Pedro, y Juan, y Cristián? -Sí, y
todos crecieron y se hicieron personas como Dios
manda, a quienes todo el mundo aprecia. -Y sus
hijos han tenido ya hijos a su vez -dijo el viejo-.
Nuestros bisnietos; hay buena semilla. ¿No fue
en este tiempo del año cuando nos casamos? -Sí,
justamente es hoy el día de sus bodas de oro -intervino
el hada del sabucal, metiendo la cabeza entre los
dos viejos, los cuales pensaron que era la vecina
que les hacía señas. Se miraron a los ojos y se
cogieron de las manos. Al poco
rato se presentaron los hijos y los nietos; todos
sabían muy bien que eran las bodas de oro; ya
los habían felicitado, pero los viejos se
habían olvidado, mientras se acordaban muy bien
de lo ocurrido tantos años antes. El saúco
exhalaba un intenso aroma, y el sol, cerca ya de
la puerta, daba a la cara de los abuelos. Los dos
tenían rojas las caras, y el más pequeño de
sus nietos bailaba a su alrededor, gritando,
alegre, que habría cena de fiesta: comerían
patatas calientes. Y el hada asentía desde el
árbol y se sumaba a los hurras de los demás». -Pero
esto no es un cuento -observó el chiquillo, que
escuchaba la narración. -Tú lo
sabrás mejor -replicó el viejo señor que
contaba-. Lo preguntaremos al hada del saúco. -No fue
un cuento -dijo ésta-; el cuento viene ahora.
Las más bellas leyendas surgen de la realidad;
de otro modo, mi hermoso saúco no podría haber
salido de la tetera. Y,
sacando de la cama al chiquillo, lo estrechó
contra su pecho, y las ramas cuajadas de flores
se cerraron en torno a los dos. Quedaron ellos
rodeados de espesísimo follaje, y el hada se
echó a volar por los aires. ¡Qué indecible
hermosura! El hada
se había transformado en una linda muchachita,
pero su vestido seguía siendo de la misma tela
verde, salpicada de flores blancas, que llevaba
en el saúco. En el pecho lucía una flor de
saúco de verdad, y alrededor de su rubia
cabellera ensortijada, una guirnalda de las
mismas flores. Sus ojos eran grandes y azules, y
era maravilloso mirarlos. Ella y el chiquillo se
besaron, y entonces quedaron de igual edad,
sintiendo las mismas alegrías. Cogidos
de la mano salieron de entre el follaje, y de
pronto se encontraron en el espléndido jardín
de la casa paterna; en medio del verde césped,
el bastón del padre aparecía atado a una
estaquilla. Para los pequeñuelos había vida en
aquel bastón; no bien se hubieron montado en él,
el reluciente pomo se convirtió en una
magnífica cabeza de caballo, con larga y negra
melena ondulante, y de la caña salieron cuatro
patas esbeltas y vigorosas; el animal era robusto
y valiente. Se echaron a cabalgar a galope por el
césped. -¡Olé!,
correremos muchas millas -dijo el muchacho-;
iremos a la finca donde estuvimos el año pasado.
Y venga
cabalgar alrededor del césped, mientras la
muchacha, que, como sabemos, era el hada del
saúco, gritaba: -Ya
estamos llegando. ¿Ves la casa de campo, con el
gran horno que parece un gigantesco huevo que
sale de la pared y da al camino? El saúco
extiende sus ramas por encima, y el gallo va de
un lado a otro, escarbando el suelo para sus
gallinas. ¡Mira cómo se pavonea! Ahora estamos
cerca de la iglesia, en la cumbre de la colina,
entre corpulentos robles, uno de los cuales está
medio muerto. Y ahora llegamos a la herrería,
donde arde el fuego, y los hombres, medio
desnudos, golpean con sus martillos esparciendo
una lluvia de chispas. ¡Adelante, camino de la
casa de los señores! Y todo lo
que iba nombrando la chiquilla montada en el
bastón, lo veía el niño, a pesar de que no se
movían del prado. Jugaron luego en el camino
lateral y plantaron un jardincito en la tierra;
ella se sacó una flor de saúco del cabello y la
plantó; y creció como hiciera aquel que habían
plantado los viejos cuando niños ya. Iban
cogidos de la mano, como los abuelos hicieron de
pequeños, pero no se encaminaron a la Torre
Redonda ni al jardín de Frederiksberg, sino que
la muchacha sujetó al niño por la cintura y se
echaron a volar por toda Dinamarca; y llegó la
primavera, y luego el verano, el tiempo de la
cosecha y, finalmente, el invierno; y miles de
imágenes se pintaban en los ojos y el corazón
del niño, mientras la muchachita cantaba: -¡Jamás
olvidarás esto! En todo
el curso del vuelo, el saúco estuvo exhalando su
aroma suave y delicioso. Bien observaba el niño
las rosas y las hayas verdes, pero el sabucal
olía con mayor intensidad aún, pues sus hojas
pendían del corazón de la niña, y sobre él
reclinaba el pequeño a menudo la cabeza durante
el vuelo. -¡Qué
hermoso es esto en primavera! -exclamó la
muchacha; y se encontraron en el bosque de hayas
en pleno reverdecer, con olorosas asperillas al
pie de los árboles y rosados anemones entre la
hierba-. ¡Ah!, ¿por qué no será siempre
primavera en los perfumados hayales de Dinamarca?
-¡Qué
espléndido es aquí el verano! -exclamó ella,
mientras pasaban por delante de viejos castillos
del tiempo de los caballeros, cuyos rojos muros y
recortados frontones se reflejaban en los canales
donde nadaban cisnes, y a lo largo de los cuales
se extendían antiguas y frescas avenidas. En los
campos, las mieses ondeaban como el mar; en los
ribazos crecían flores rojas y amarillas, y en
los setos prosperaba el lúpulo silvestre y la
florida enredadera. Al anochecer se remontó la
luna, grande y redonda; los montones de heno de
los prados esparcían su agradable fragancia. -¡Esto
no se olvida nunca! -Es
magnífico aquí el otoño -volvió a exclamar la
muchachita. El aire era aún más alto y más
azul, y el bosque presentaba una bellísima
combinación de tonos rojos, amarillos y verdes.
Pasaban corriendo perros de caza, grandes
bandadas de aves salvajes volaban gritando por
encima de los sepulcros megalíticos, recubiertos
de zarzamoras, que proyectaban sus sarmientos en
torno a las vetustas piedras. El mar era de un
azul negruzco y aparecía salpicado de barcos de
vela, y en la era mujeres maduras, doncellas y
niños, recogían lúpulo y lo metían en un gran
tonel; los jóvenes cantaban canciones, mientras
los viejos narraban cuentos de duendes y gnomos.
¿Dónde podía estarse mejor? -¡Qué
hermoso es aquí el invierno! -repitió la niña-.
Todos los árboles estaban cubiertos de escarcha,
como blancos corales; la nieve crepitaba bajo los
pies, como si se llevasen siempre zapatos nuevos,
y en el cielo se sucedían las lluvias de
estrellas. En la sala estaba encendido el árbol
de Navidad; había regalos y buen humor; en las
casas de labranza resonaba el violín, y
rebanadas de manzana caían a la sartén. Hasta los
niños más pobres decían: -¡Qué
hermoso es el invierno! Y sí,
era hermoso; y la muchachita enseñaba al niño
todas las cosas; el saúco seguía exhalando su
fragancia, y la bandera roja con la cruz blanca
seguía ondeando; aquella bandera bajo la cual
había navegado el viejo marino de Nyboder. El niño
se hizo un mozo y tuvo que salir al ancho mundo,
lejos, a las tierras cálidas, donde crece el
café. Pero al despedirse, la muchacha se
desprendió del pecho una flor de saúco y se la
dio como recuerdo. Él la puso cuidadosamente en
su libro de cánticos, y siempre que lo abría en
tierras extrañas, lo hacía en la página donde
guardaba la flor; y cuanto más la contemplaba,
más verde se ponía ella. Le parecía al mozo
respirar el aroma de los bosques patrios, y veía
claramente a la muchacha que lo miraba por entre
los pétalos con aquellos ojos suyos azules y
límpidos; y susurraba: -¡Qué
hermosos son aquí la primavera, el verano, el
otoño y el invierno! Y
centenares de imágenes cruzaban su mente. Así
transcurrieron muchos años; el muchacho era ya
un anciano, y estaba sentado con su anciana
esposa bajo un árbol en flor. Se habían cogido
de las manos, como el bisabuelo y la bisabuela de
Nyboder, y, lo mismo que ellos, hablaban de los
tiempos pretéritos y de las bodas de oro. La
muchachita de ojos azules y de las flores de
saúco en el pelo, desde lo alto del árbol,
inclinaba la cabeza con gesto de aprobación y
decía: -Hoy
celebran sus bodas de oro. Sacándose
luego dos flores de su corona, las besó, y ellas
relucieron primero como plata y después como oro;
y cuando las puso en las cabezas de los ancianos,
cada flor se transformó en una áurea corona. Y
allí seguían los dos, semejantes a un rey y una
reina, bajo el árbol fragante; y él contaba a
su anciana esposa la historia del hada del
sabucal, igual que se la habían contado antes a
él, cuando era un chiquillo; y los dos
convinieron en que en aquella historia había
muchas cosas que corrían parejas con la propia;
y lo que más se parecía era lo que más les
gustaba. -Así es
-dijo la muchachita del árbol-. Algunos me
llaman hada, otros Dríada, pero en realidad mi
nombre es Recuerdo. Yo soy la que vive en el
árbol, que crece y crece continuamente. Puedo
pensar en lo pasado y contarlo. Déjame ver si
conservas aún tu flor. El viejo
abrió su libro de cánticos, y allí estaba la
flor de saúco, fresca y lozana como si acabase
de cogerla; y el Recuerdo hizo un gesto de
aprobación, y los dos ancianos. Con las coronas
de oro en la cabeza, siguieron sentados al sol
poniente. Cerraron los ojos y... bueno, el cuento
se ha terminado. El
chiquillo yacía en su cama; ¿había sido
aquello un sueño, o realmente le habían contado
un cuento? Sobre la mesa se veía la tetera, pero
de ella no salía ningún saúco, y el anciano
señor del piso alto se dirigía a la puerta para
marcharse. -¡Qué
bonito ha sido! -dijo el pequeñuelo-. ¡Madre,
he estado en las tierras cálidas! -No me
extraña -respondió la madre-. Cuando uno, se ha
tomado un par de tazas de infusión de flor de
saúco, no hay duda de que se encuentra en las
tierras cálidas. Y lo
arropó bien, para que no se enfriara. -Estuviste
durmiendo mientras yo y él discutíamos sobre si
era un cuento o una historia. -¿Y
dónde está el hada del saúco? -preguntó el
niño. -En la
tetera -replicó la mujer-, y puede seguir en
ella.FIN
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