La Gran serpiente de mar
Érase
un pececillo marino de buena familia, cuyo nombre
no recuerdo; pero esto te lo dirán los sabios.
El pez tenía mil ochocientos hermanos, todos de
la misma edad. No conocían a su padre ni a su
madre, y desde un principio tuvieron que
gobernárselas solos, nadando de un lado para
otro, lo cual era muy divertido. Agua para beber
no les faltaba: todo el océano, y en la comida
no tenían que pensar, pues venía sola. Cada uno
seguía sus gustos, y cada uno estaba destinado a
tener su propia historia, pero nadie pensaba en
ello.
La luz del sol penetraba muy al fondo del agua,
clara y luminosa, e iluminaba un mundo de
maravillosas criaturas, algunas enormes y
horribles, con bocas espantosas, capaces de
tragarse de un solo bocado a los mil ochocientos
hermanos; pero a ellos no se les ocurría
pensarlo, ya que hasta el momento ninguno había
sido engullido.
Los pequeños nadaban en grupo apretado, como es
costumbre de los arenques y caballas. Y he aquí
que cuando más a gusto nadaban en las aguas
límpidas y transparentes, sin pensar en nada, de
pronto se precipitó desde lo alto, con un ruido
pavoroso, una cosa larga y pesada, que parecía
no tener fin. Aquella cosa iba alargándose y
alargándose cada vez más, y todo pececito que
tocaba quedaba descalabrado o tan mal parado, que
se acordaría de ello toda la vida. Todos los
peces, grandes y pequeños, tanto los que
habitaban en la superficie como los del fondo del
mar, se apartaban espantados, mientras el pesado
y larguísimo objeto se hundía progresivamente,
en una longitud de millas y millas a través del
océano.
Peces y caracoles, todos los seres vivientes que
nadan, se arrastran o son llevados por la
corriente, se dieron cuenta de aquella cosa
horrible, aquella anguila de mar monstruosa y
desconocida que de repente descendía de las
alturas.
¿Qué era pues? Nosotros lo sabemos. Era el gran
cable submarino, de millas y millas de longitud,
que los hombres tendían entre Europa y América.
Dondequiera que cayó se produjo un pánico, un
desconcierto y agitación entre los moradores del
mar. Los peces voladores saltaban por encima de
la superficie marina a tanta altura como podían;
el salmonete salía disparado como un tiro de
escopeta, mientras otros peces se refugiaban en
las profundidades marinas, echándose hacia abajo
con tanta prisa, que llegaban al fondo antes que
allí hubieran visto el cable telegráfico,
espantando al bacalao y a la platija, que
merodeaban apaciblemente por aquellas regiones,
zampándose a sus semejantes.
Unos cohombros de mar se asustaron tanto, que
vomitaron sus propios estómagos, a pesar de lo
cual siguieron vivos, pues para ellos esto no es
un grave trastorno. Muchas langostas y cangrejos,
a fuerza de revolverse, se salieron de su buena
coraza, dejándose en ella sus patas.
Con todo aquel espanto y barullo, los mil
ochocientos hermanos se dispersaron y ya no
volvieron a encontrarse nunca; en todo caso, no
se reconocieron. Sólo media docena se quedó en
un mismo lugar, y, al cabo de unas horas de
estarse quietecitos, pasado ya el primer susto,
empezaron a sentir el cosquilleo de la curiosidad.
Miraron a su alrededor, arriba y abajo, y en las
honduras creyeron entrever el horrible monstruo,
espanto de grandes y chicos. La cosa estaba
tendida sobre el suelo del mar, hasta más lejos
de lo que alcanzaba su vista; era muy delgada,
pero no sabían hasta qué punto podría
hincharse ni cuán fuerte era. Se estaba muy
quieta, pero, temían ellos, a lo mejor era un
ardid.
-Déjenlo donde está. No nos preocupemos de él
-dijeron los pececillos más prudentes; pero el
más pequeño estaba empeñado en saber qué
diablos era aquello. Puesto que había venido de
arriba, arriba le informarían seguramente, y
así el grupo se remontó nadando hacia la
superficie. El mar estaba encalmado, sin un soplo
de viento. Allí se encontraron con un delfín;
es un gran saltarín, una especie de payaso que
sabe dar volteretas sobre el mar. Tenía buenos
ojos, debió de haberlo visto todo y estaría
enterado. Lo interrogaron, pero resultó que
sólo había estado atento a sí mismo y a sus
cabriolas, sin ver nada; no supo contestar, y
permaneció callado con aire orgulloso.
Se dirigieron entonces a la foca, que en aquel
preciso momento se sumergía. Ésta fue más
cortés, a pesar de que se come los peces
pequeños; pero aquel día estaba harta. Sabía
algo más que el saltarín.
-Me he pasado varias noches echada sobre una
piedra húmeda, desde donde veía la tierra hasta
una distanciada varias millas. Allí hay unos
seres muy taimados que en su lengua se llaman
hombres. Andan siempre detrás de nosotros pero
generalmente nos escapamos de sus manos. Eso es
lo que yo he hecho, y de seguro que lo mismo hizo
la anguila marina por quien preguntan. Estuvo en
su poder, en la tierra firme, Dios sabe cuánto
tiempo. Los hombres la cargaron en un barco para
transportarla a otra tierra, situada al otro lado
del mar. Yo vi cómo se esforzaban y lo que les
costó dominarla, pero al fin lo consiguieron,
pues ella estaba muy débil fuera del agua. La
arrollaron y dispusieron en círculos; oí el
ruido que hacían para sujetarla, pero, con todo,
ella se les escapó, deslizándose por la borda.
La tenían agarrada con todas sus fuerzas, muchas
manos la sujetaban, pero se escabulló y pudo
llegar al fondo. Y supongo que allí se quedará
hasta nueva orden.
-Está algo delgada -dijeron los pececillos.
-La han matado de hambre -respondió la foca-,
pero se repondrá pronto y recobrará su antigua
gordura y corpulencia. Supongo que es la gran
serpiente de mar, que tanto temen los hombres y
de la que tanto hablan. Yo no la había visto
nunca, ni creía en ella; ahora pienso que es
ésta.
Y así diciendo, se zambulló.
-¡Lo que sabe ésa! ¡Y cómo se explica! -dijeron
los peces-. Nunca supimos nosotros tantas cosas.
¡Con tal que no sean mentiras!
-Vámonos abajo a averiguarlo -dijo el más
pequeñín-. En camino oiremos las opiniones de
otros peces.
-No daremos ni un coletazo por saber nada -replicaron
los otros, dando la vuelta.
-Pues yo, allá me voy -afirmó el pequeño, y
puso rumbo al fondo del mar. Pero estaba muy
lejos del lugar donde yacía «el gran objeto
sumergido». El pececillo todo era mirar y buscar
a uno y otro lado, a medida que se hundía en el
agua.
Nunca hasta entonces le había parecido tan
grande el mundo. Los arenques circulaban en
grandes bandadas, brillando como una gigantesca
embarcación de plata, seguidos de las caballas,
todavía más vistosas. Pasaban peces de mil
formas, con dibujos de todos los colores; medusas
semejantes a flores semitransparentes se dejaban
arrastrar, perezosas, por la corriente. Grandes
plantas crecían en el fondo del mar, hierbas
altas como el brazo y árboles parecidos a
palmeras, con las hojas cubiertas de luminosos
crustáceos.
Por fin el pececillo distinguió allá abajo una
faja oscura y larga, y a ella se dirigió; pero
no era ni un pez ni el cable, sino la borda de un
gran barco naufragado, partido en dos por la
presión del agua. El pececillo estuvo nadando
por las cámaras y bodegas. La corriente se
había llevado todas las víctimas del naufragio,
menos dos: una mujer joven yacía extendida, con
un niño en brazos. El agua los levantaba y
mecía; parecían dormidos. El pececillo se
llevó un gran susto; ignoraba que ya no podían
despertarse. Las algas y plantas marinas colgaban
a modo de follaje sobre la borda y sobre los
hermosos cuerpos de la madre y el hijo. El
silencio y la soledad eran absolutos. El
pececillo se alejó con toda la ligereza que le
permitieron sus aletas, en busca de unas aguas
más luminosas y donde hubiera otros peces. No
había llegado muy lejos cuando se topó con un
ballenato enorme.
-¡No me tragues! le rogó el pececillo-.
Soy tan pequeño, que no tienes ni para un diente,
y me siento muy a gusto en la vida.
-¿Qué buscas aquí abajo, dónde no vienen los
de tu especie? le preguntó el ballenato.
Y el pez le contó lo de la anguila maravillosa o
lo que fuera, que se había sumergido desde la
superficie, asustando incluso a los más
valientes del mar.
-¡Oh, oh! -exclamó la ballena, tragando tanta
agua, que hubo de disparar un chorro enorme para
remontarse a respirar-. Entonces eso fue lo que
me cosquilleo en el lomo cuando me volví. Lo
tomé por el mástil de un barco que hubiera
podido usar como estaca.
Pero eso no pasó aquí; fue mucho más lejos.
Voy a enterarme. Así como así, no tengo otra
cosa que hacer.
Y se puso a nadar, y el pececito lo siguió,
aunque a cierta distancia, pues por donde pasaba
el ballenato se producía una corriente impetuosa.
Se encontraron con un tiburón y un viejo pez-sierra;
uno y otro tenían noticias de la extraña
anguila de mar, tan larga y delgaducha; como
verla, no la habían visto, y a eso iban.
Se acercó entonces un gato marino.
-Voy con ustedes -dijo; y se unió a la partida.
-Como esa gran serpiente marina no sea más
gruesa que una soga de ancla, la partiré de un
mordisco-. Y, abriendo la boca, exhibió seis
hileras de dientes-. Si dejo señales en un ancla
de barco, bien puedo partir la cuerda.
-¡Ahí está! -exclamó el ballenato-. Ya la veo.
Creía tener mejor vista que los demás.
-Miren cómo se levanta, miren cómo se dobla y
retuerce!
Pero no era sino una enorme anguila de mar, de
varias varas de longitud, que se acercaba.
-Ésa la vimos ya antes -dijo el pez-sierra-.
Nunca ha provocado alboroto en el mar, ni
asustado a un pez gordo.
Y, dirigiéndose a ella, le hablaron de la nueva
anguila, preguntándole si quería participar en
la expedición de descubrimiento.
-Si la anguila es más larga que yo, habrá una
desgracia -dijo la recién llegada.
-La habrá -contestaron los otros-. Somos
bastantes para no tolerarlo.
Y prosiguieron la ruta.
Al poco rato se interpuso en su camino algo
enorme, un verdadero monstruo, mayor que todos
ellos juntos. Parecía una isla flotante que no
pudiera mantenerse a flor de agua. Era una
ballena matusalénica; tenía la cabeza invadida
de plantas marinas, y el lomo tan cubierto de
animales reptadores, ostras y moluscos, que toda
su negra piel parecía moteada de blanco.
-Vente con nosotros, vieja -le dijeron-. Ha
aparecido un nuevo pez que no podemos tolerar.
-Prefiero seguir echada -contestó la vieja
ballena-. Déjenme en paz, déjenme descansar.
¡Uf!, tengo una enfermedad grave; sólo me
alivio cuando subo a la superficie y saco la
espalda del agua. Entonces acuden las hermosas
aves marinas y me limpian el lomo. ¡Da un gusto
cuando no hunden demasiado el pico! Pero a veces
lo hincan hasta la grasa. ¡Miren! Todavía tengo
en la espalda el esqueleto de un ave. Clavó las
garras demasiado hondas y no pudo soltarse cuando
me sumergí. Los peces pequeños la han mondado.
¡Buenas estamos las dos! Estoy enferma.
-Pura aprensión -dijo el ballenato-. Yo no estoy
nunca enfermo. Ningún pez lo está jamás.
-Dispensa -dijo la vieja-. Las anguilas enferman
de la piel, la carpa sufre de viruelas, y todos
padecemos de lombrices intestinales.
-¡Tonterías! -exclamó el tiburón, y se
marcharon sin querer oír más; tenían otra cosa
que hacer.
Finalmente llegaron al lugar donde había quedado
tendido el cable telegráfico. Era una cuerda
tendida en el fondo del mar, desde Europa a
América, sobre bancos de arena y fango marino,
rocas y selvas enteras de coral. Allí cambiaba
la corriente, se formaban remolinos y había un
hervidero de peces, en bancos más numerosos que
las innúmeras bandadas de aves que los hombres
ven desfilar en la época de la migración. Todo
es bullir, chapotear, zumbar y rumorear. Algo de
este ruido queda en las grandes caracolas, y lo
podemos percibir cuando les aplicamos el oído.
-¡Allí está el bicho! -dijeron los peces
grandes, y el pequeño también. Y estuvieron un
rato mirando el cable, cuyo principio y fin se
perdían en el horizonte.
Del fondo se elevaban esponjas, pólipos y
medusas, y volvían a descender doblándose a
veces encima de él, por lo que a trechos quedaba
visible, y a trechos ocultos. Alrededor
rebullían erizos de mar, caracoles y gusanos.
Gigantescas arañas, cargadas con toda una
tripulación de crustáceos, se pavoneaban cerca
del cable. Cohombros de mar -de color azul oscuro-,
o como se llamen estos bichos que comen con todo
el cuerpo, yacían oliendo el nuevo animal que se
había instalado en el suelo marino. La platija y
el bacalao se revolvían en el agua, escuchando
en todas direcciones. La estrella de mar que se
excava un hoyo en el fango y saca sólo al
exterior los dos largos tentáculos con los ojos,
permanecía con la mirada fija, atenta a lo que
saliera de todo aquel barullo.
El cable telegráfico seguía inmóvil en su
sitio, y, sin embargo, habían en él vida y
pensamientos; los pensamientos humanos circulaban
a su través.
-Este objeto lleva mala intención -dijo el
ballenato-. Es capaz de pegarme en el estómago,
que es mi punto sensible.
-Vamos a explorarlo -propuso el pólipo-. Yo
tengo largos brazos y dedos flexibles; ya lo he
tocado, y voy a cogerlo un poco más fuerte.
Y alargó los más largos de sus elásticos dedos
para sujetar el cable.
-No tiene escamas -dijo- ni piel. Me parece que
no dará crías vivas.
La anguila se tendió junto al cable,
estirándose cuanto pudo.
-¡Pues es más largo que yo! -dijo-. Pero no se
trata sólo de la longitud. Hay que tener piel,
cuerpo y agilidad.
El ballenato, joven y fuerte, descendió a mayor
profundidad de la que jamás alcanzara.
-¿Eres pez o planta? -preguntó-. ¿O serás
solamente una de esas obras de allá arriba, que
no pueden medrar entre nosotros?
Mas el cable no respondió; no lo hace nunca en
aquel punto. Los pensamientos pasaban de largo;
en un segundo recorrían centenares de millas, de
uno a otro país.
-¿Quieres contestar, o prefieres que te partamos
a mordiscos? -preguntó el fiero tiburón, al que
hicieron coro los demás peces.
El cable siguió inmóvil, entregado a sus
propios pensamientos, cosa natural, puesto que
está lleno de ideas.
-Si me muerden, ¿a mi qué? Me volverán arriba
y me repararán. Ya le ocurrió a otros miembros
de mi familia, en mares más pequeños.
Por eso continuó sin contestar; otros cuidados
tenía. Estaba telegrafiando, cumpliendo su
misión en el fondo del mar.
Arriba, se ponía el sol, como dicen los hombres.
Se volvió el astro como de vivísimo fuego, y
todas las nubes del cielo adquirieron un color
rojo, a cual más hermoso.
-Ahora llega la luz roja -dijeron los pólipos-.
Así veremos mejor la cosa, si es que vale la
pena.
-¡A ella, a ella! -gritó el gato marino,
mostrando los dientes.
-¡A ella, a ella! -repitieron el pez-espada, el
ballenato y la anguila.
Y se lanzaron al ataque, con el gato marino a la
cabeza; pero al disponerse a morder el cable, el
pez-sierra, de puro entusiasmo, clavó la sierra
en el trasero del gato. Fue una gran
equivocación, pues el otro no tuvo ya fuerzas
para hincar los dientes.
Aquello produjo un gran revuelo en la región del
fango: peces grandes y chicos, cohombros de mar y
caracoles se arrojaron unos contra otros,
devorándose mutuamente, aplastándose y
despedazándose, mientras el cable permanecía
tranquilo, realizando su servicio, que es lo que
ha de hacer.
Arriba reinaba la noche oscura, pero brillaban
las miríadas de animalículos fosforescentes que
pueblan el mar. Entre ellos brillaba un cangrejo
no mayor que una cabeza de alfiler. Parece
mentira, pero así es.
Todos los peces y animales marinos miraban el
cable.
-¿Qué será, qué no será?
Ahí estaba el problema.
En esto llegó una vaca marina, a la que los
hombres llaman sirena. Era hembra, tenía cola y
dos cortos brazos para chapotear, y un pecho
colgante; en la cabeza llevaba algas y parásitos,
de lo cual estaba muy orgullosa.
-Si desean adquirir ciencia y conocimientos -dijo-,
yo soy la única que les puede dar; pero a cambio
reclamo pastos exentos de peligro en el fondo
marino para mí y los míos. Soy un pez como
ustedes, y, además, terrestre, a fuerza de
ejercicio. En el mar soy el más inteligente;
conozco todo lo que se mueve acá abajo y todo lo
que hay allá arriba. Este objeto que os lleva de
cabeza procede de arriba, y todo lo que de allí
cae, está muerto, o se muere y queda impotente.
Dejénlo como lo que es, una invención humana y
nada más.
-Pues yo creo que es algo más -dijo el pececito.
-¡Cállate la boca, caballa! -gritó la gorda
vaca marina.
-¡Perca! -la increparon los demás, lo cual era
aún más insultante.
Y la vaca marina les explicó que aquel animal
que tanto les había alarmado y que, por lo
demás, no había dicho esta boca es mía, no era
otra cosa sino una invención de la tierra seca.
Y pronunció una breve conferencia sobre la
astucia de los humanos.
-Quieren cogernos -dijo-; sólo viven para esto.
Tienden redes, y vienen con cebo en el anzuelo
para atraernos. Éste de ahí es una especie de
larga cuerda, y creyeron que la morderíamos, los
tontos. Pero a nosotros no nos la pegan. Nada de
tocarla, ya verán cómo ella sola se pudre y se
deshace. Todo lo que viene de arriba no vale para
nada.
-¡No vale para nada! -asintieron todos, y para
tener una opinión adoptaron la de la vaca marina.
Mas el pececillo se quedó con su primera idea.
-Esta serpiente tan delgada y tan larga es
quizás el más maravilloso de todos los peces
del mar. Lo presiento.
-El más maravilloso -decimos también los
hombres; y lo decimos con conocimiento de causa.
Es la gran serpiente marina, que desde hace
tiempo anda en canciones y leyendas.
Fue gestada como hija de la humana inteligencia,
y bajada al fondo del mar desde las tierras
orientales a las occidentales, para llevar las
noticias y mensajes con la misma rapidez con que
los rayos del sol llegan a nuestro Planeta. Crece
en poder y extensión, año tras año, a través
de todos los mares, alrededor de toda la Tierra,
por debajo de las aguas tempestuosas y de las
límpidas y claras, cuyo fondo ve el navegante,
como si surcara el aire transparente,
descubriendo el inmenso tropel de peces que
constituyen un milagroso castillo de fuegos
artificiales.
Allá en los abismos marinos yace la serpiente,
el bendito monstruo marino que se muerde la cola
al rodear todo el Globo. Peces y reptiles
arremeten de cabeza contra él, no comprenden
esta creación venida de lo alto: la serpiente de
la ciencia del bien y del mal, repleta de
pensamientos humanos, silenciosa, y que, no
obstante, habla en todas las lenguas, la más
maravillosa de las maravillas del mar de nuestra
época: la gran serpiente marina.
FIN
Cuentos Hans Christian Andersen
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