La sombra
En los
países que son cálidos, ¡allí sí que
calienta el sol! La gente llega a parecer de
caoba; tanto, que en los países tórridos se
convierten en negros. Y precisamente a los
países cálidos fue adonde marchó un sabio de
los países fríos, creyendo que en ellos podía
vagabundear, como hacía en su tierra, aunque
pronto se acostumbró a lo contrario.
Él y toda la gente sensata debían quedarse
puertas adentro. Celosías y puertas se
mantenían cerradas el día entero; parecía como
si toda la casa durmiese o que no hubiera nadie
en ella. Además, la callejuela con altas casas
donde vivía estaba construida de tal forma que
el sol no se movía de ella de la mañana a la
noche; era, en realidad, algo inaguantable. Al
sabio de los países fríos, que era joven e
inteligente, le pareció que vivía en un horno
candente, y le afectó tanto, que empezó a
adelgazar. Incluso su sombra menguó y se hizo
más pequeña que en su país; el sol también la
debilitaba. Tanto uno como otra no comenzaban a
vivir hasta la noche, cuando el sol se había
puesto.
Era digno de verse. En cuanto entraba luz en el
cuarto, la sombra se estiraba por toda la pared,
incluso hasta el techo, tenía que hacerlo para
recuperar su fuerza. El sabio salía al balcón,
para desperezarse, y así que las estrellas
asomaban en el maravilloso aire puro, era para
él como volver a vivir. En todos los balcones de
la calle -y en los países cálidos todos los
huecos tienen balcones- había gente asomada,
porque uno tiene que respirar, por muy
acostumbrado que se esté a ser de caoba. Había
gran animación, arriba y abajo. Los zapateros,
los sastres, todo el mundo estaba en la calle,
fuera estaban las mesas y las sillas, y brillaban
las luces -sí, más de mil había encendidas-.
Uno hablaba y otro cantaba, y la gente paseaba y
rodaban los coches, los asnos pasaban -¡tilín,
tilín, tilín!- sonando los cascabeles. Había
entierros y cantos fúnebres, los chicos
disparaban cohetes y las campanas volteaban -sí,
había una vida tremenda en la calle-. Sólo la
casa frente a la del sabio extranjero estaba en
silencio completo. Y, sin embargo, alguien vivía
en ella, porque había flores en el balcón que
crecían espléndidamente al calor del sol, para
lo que necesitaban ser regadas -luego, alguien
debía haber allí. La puerta del balcón
aparecía también abierta por la tarde, pero el
interior estaba en sombra, por lo menos en la
habitación delantera. De dentro llegaba sonido
de música. Al sabio extranjero le pareció
extraordinaria la música, pero bien podía ser
pura imaginación suya, porque todo lo encontraba
extraordinario en los países cálidos -excepto
lo referente al sol-. Su casero dijo que no
sabía quién había alquilado la casa, no se
veía a nadie, y en cuanto a la música se
refería, creía que era horriblemente aburrida.
-Es como si alguien tratase de ensayar una pieza
que no puede dominar, siempre la misma. «¡Pues
lo tengo que sacar!», dice, pero no lo consigue
por mucho que toque.
Una noche el extranjero despertó; dormía con la
puerta del balcón abierta. La cortina se
levantó con el viento, y le pareció que venía
una luz fantástica del balcón de enfrente.
Todas las flores resplandecían como llamas de
los colores más espléndidos y en medio de las
flores se encontraba una esbelta, atractiva
doncella, que parecía también resplandecer. De
tal forma lo deslumbró, que abrió los ojos
desmesuradamente y se despertó del todo. De un
salto estuvo en el suelo, muy despacio se acercó
a la cortina pero la doncella había desaparecido,
el resplandor se había apagado; las flores no
brillaban, pero seguían siendo tan bonitas como
siempre; la puerta estaba entornada y de las
profundidades venía una música tan suave y
encantadora, que inspiraba los más dulces
pensamientos. Era, sin embargo, como cosa de
magia -y ¿quién vivía allí? ¿Dónde estaba
la verdadera entrada? Todo el piso bajo era una
tienda tras otra y no era posible que la gente
pasara por ellas.
Una noche el extranjero estaba sentado en su
balcón, con una luz encendida en el cuarto a
espaldas suyas, por lo que, como es natural, su
sombra estaba en la pared de enfrente. Sí, allí
estaba sentada exactamente enfrente entre las
flores del balcón, y cuando el extranjero se
movía, también se movía la sombra, porque así
es como hacen las sombras.
-Parece como si mi sombra fuese el único ser
vivo que se viera enfrente -dijo el sabio-. Con
qué delicadeza se sienta entre las flores. La
puerta está entreabierta, ¡si la sombra fuese
tan lista como para entrar, mirar en torno suyo y
venir después a contarme lo que hubiera visto!
Sí, haz algo útil -dijo en broma-. ¡Vamos
entra! ¡Vamos, ahora!
Y le hizo gestos con la cabeza a la sombra, y la
sombra le correspondió:
-¡Anda, pero no te pierdas!
Y el extranjero se levantó, y su sombra allá en
el balcón de enfrente se levantó también; y el
extranjero se volvió y la sombra se volvió
también; si por acaso alguien hubiera estado
observando, hubiera visto claramente que la
sombra se colaba por la puerta entornada en la
casa de enfrente, al tiempo que el extranjero
entraba en su cuarto y corría la larga cortina
tras de sí.
A la mañana siguiente salió el sabio a tomar
café y leer los periódicos.
-¿Qué pasa? -dijo, cuando salió al sol-. ¡Me
he quedado sin sombra! Se marchó anoche de
verdad y no ha vuelto aún. ¡Qué fastidio!
Y eso lo enojó, no tanto porque la sombra se
hubiera ido, sino porque sabía la existencia de
una historia sobre el hombre sin sombra, conocida
por todos en su patria allá en los países
fríos, y en cuanto el sabio regresara y contase
la suya, dirían que la había copiado, y eso no
le hacía maldita gracia. Por tanto, no diría
una palabra, lo cual estaba muy bien pensado.
Por la noche salió de nuevo al balcón. Había
colocado la luz detrás de sí, en la debida
posición, porque sabía que la sombra gusta de
tener siempre a su dueño por pantalla, pero no
pudo atraerla. Se encogió, se estiró, pero no
había sombra alguna que volviera. Dijo:
-¡Ejem! ¡Ejem! -pero sin resultado.
Era un fastidio, pero en los países cálidos
todo crece tan rápidamente que al cabo de ocho
días observó, con gran satisfacción, que le
crecía una sombra de las piernas cuando salía
el sol -quizá la raíz había quedado dentro-. A
las tres semanas, tenía una sombra de
considerables dimensiones que, cuando regresó a
su patria en los países nórdicos, creció más
y más durante el viaje, hasta que al final era
tan larga y tan grande que la mitad hubiera
bastado.
De esta forma regresó el sabio a su casa y
escribió libros sobre cuanto había de verdadero
en el mundo, lo que había de bueno y de hermoso,
y pasaron días y pasaron años; pasaron muchos
años.
Una noche estaba sentado en su cuarto cuando
llamaron muy quedamente a la puerta.
-¡Adelante! -contestó, pero nadie entró. Así
es que fue a abrir y vio ante él a un hombre tan
sumamente delgado que quedó atónito. Por lo
demás, el hombre iba espléndidamente vestido,
debía ser una persona distinguida.
-¿Con quién tengo el honor de hablar? -preguntó
el sabio.
-¡Ah!, ya pensé que no me reconocería -dijo el
hombre elegante-. Me he hecho tan corpóreo que
hasta tengo carne y ropas. Seguro que nunca
había pensado usted en verme en tal prosperidad.
¿No reconoce usted a su vieja sombra? No creía
usted que volvería, ¿verdad? Me ha ido
espléndidamente desde que estuve con usted. ¡He
sido, en todos los sentidos, muy afortunado! Si
tuviera que rescatar mi libertad, podría hacerlo
-y repiqueteó un manojo de preciosos dijes que
colgaban del reloj y pasó la mano por la gruesa
cadena de oro que llevaba al cuello. ¡Huy!,
todos los dedos fulguraron con anillos de
diamantes, todos auténticos.
-No, no puedo hacerme idea de lo que significa
esto -dijo el sabio.
-Ya, no es nada corriente -dijo la sombra-, pero
usted tampoco es nada corriente y yo, bien sabe
usted, desde que era así de chiquito he seguido
sus huellas. En cuanto usted descubrió que yo
estaba a punto para ir solo por el mundo, seguí
mi camino. Me encuentro en una situación
excepcionalmente afortunada, pero me ha acometido
cierto deseo de volverlo a ver antes de que usted
muera -porque usted ha de morir-. También me
gustaría visitar este país, porque la patria
siempre tira. Veo que tiene usted otra sombra.
¿Le debo algo a ella, o bien a usted? Hágame el
favor de decírmelo.
-¡Bueno! ¿Pero eres tú? -dijo el sabio- ¡Es
extraordinario! ¡Nunca habría creído que la
vieja sombra de uno pudiera regresar como persona!
-Dígame cuánto le debo -dijo la sombra-, porque
no me gustaría deberle nada.
-¿Cómo puedes hablar así? -dijo el sabio-.
¿De qué deuda hablas? No me debes nada. Me
alegra extraordinariamente tu suerte. Siéntate,
querido amigo, y cuéntame cómo te ha ido y lo
que viste en la casa de enfrente, allá en los
países cálidos.
-Sí que le contaré -dijo la sombra, y se sentó-,
pero antes me tiene usted que prometer que no ha
de decirle a nadie en la ciudad, caso de que nos
encontremos, que yo he sido su sombra. Pienso
casarme; puedo de sobra mantener una familia.
-¡Estate tranquilo! -dijo el sabio-. No le diré
a nadie quién eres en realidad. Ésta es mi mano.
¡Palabra de hombre!
-¡Palabra de sombra! -dijo la sombra, que era lo
que le correspondía decir.
Era, por otra parte, de veras notable lo humana
que se había vuelto la sombra. Vestía del más
riguroso negro y el paño más selecto, botas de
charol y sombrero que podía cerrarse, hasta
quedar reducido a corona y alas -sin hablar de lo
ya mencionado: dijes, cadenas de oro y anillos de
diamantes. Ya lo creo: la sombra iba
extraordinariamente bien vestida, y era
precisamente esto la que la hacía tan humana.
-Ahora voy a contarle -dijo la sombra, y plantó
sus botas de charol lo más fuerte que pudo sobre
el brazo de la nueva sombra del sabio, que yacía
como un perro faldero a sus pies. Y esto lo hizo
bien por orgullo, bien con la intención de que
se le quedase pegada. Y la sombra del suelo
permaneció quieta y en silencio, resuelta a no
perder detalle; deseaba, sobre todo, enterarse de
cómo puede uno manumitirse y llegar a
convertirse en su propio señor.
-¿Sabe usted quién vivía en la casa de
enfrente? -dijo la sombra-. ¡La más bella de
todas, la Poesía! Estuve allí tres semanas y su
efecto ha sido como si hubiera vivido tres mil
años y hubiera leído cuanto se ha cantado y se
ha escrito. Lo digo y es cierto. ¡Lo he visto
todo y lo sé todo!
-¡La Poesía! -gritó el sabio-. Sí, sí, vive
con frecuencia en las grandes ciudades, en
soledad. ¡La Poesía! ¡Sí la vi tan sólo un
instante, pero el sueño pesaba en mis ojos!
Estaba en el balcón y brillaba como brilla la
aurora boreal. ¡Cuenta, cuenta! Estabas en el
balcón, entraste por la puerta, ¿y después?
-Me encontré en la antesala -dijo la sombra-. Lo
que usted siempre veía era la antesala. No
había luz alguna, sólo una especie de
crepúsculo, pero las puertas daban unas a otras
en una larga serie de salas y salones; y estaba
tan iluminado, que la luz me hubiera matado de
haber ido directamente ante la doncella; pero fui
prudente, y tomé tiempo -como debe hacerse.
-¿Y entonces qué viste? -preguntó el sabio.
-Lo vi todo, y se lo contaré, pero... no es
orgullo por mi parte; pero... como ser libre que
soy y con los conocimientos que tengo, para no
hablar de mi buena posición, mis excelentes
relaciones... , desearía que me llamase de usted.
-¡Dispense usted! -dijo el sabio-. Son los
viejos hábitos los que más cuesta abandonar.
Tiene usted toda la razón y lo tendré presente.
Pero cuénteme ahora lo que vio.
-¡Todo! -dijo la sombra-. Lo vi todo y lo sé
todo.
-¿Qué aspecto tenían los cuartos interiores? -preguntó
el sabio-. ¿Eran como el fresco bosque? ¿Eran
como un templo? ¿Eran los cuartos como el cielo
estrellado, cuando se está en las altas
montañas?
-¡Todo estaba allí! -dijo la sombra-. No entré
hasta el final, me quedé en el cuarto delantero,
a media luz, pero era un puesto excelente, ¡lo
vi todo y lo supe todo! He estado en la corte de
la Poesía, en la antesala.
-¿Pero qué es lo que vio? ¿Estaban en el gran
salón todos los dioses de la Antigüedad?
¿Luchaban allí los viejos héroes? ¿Jugaban
niños encantadores y contaban sus sueños?
-Le digo que estuve allí y debe comprender que
vi todo lo que había que ver. Si usted hubiera
estado allí, no se habría convertido en ser
humano, pero yo sí. Y además aprendí a conocer
lo íntimo de mi naturaleza, lo congénito, el
parentesco que tengo con la Poesía. Sí, cuando
estaba con usted no pensaba en ello, pero siempre,
sabe usted, al salir y al ponerse el sol, me
hacía extrañamente largo; a la luz de la luna
me recortaba casi con mayor precisión que usted.
Yo no entendía entonces mi naturaleza, en la
antesala se me reveló. Me volví ser humano. Al
salir había completado mi madurez, pero usted ya
no estaba en los países cálidos. Me avergoncé
como hombre de ir como iba, necesitaba botas,
trajes, todo este barniz humano, que hace
reconocible al hombre. Me refugié -sí, puedo
decírselo, usted no lo contará en ningún libro-,
me refugié en las faldas de una vendedora de
pasteles, bajo ellas me escondí; la mujer no
tenía idea de lo que ocultaba. No salí hasta
que llegó la noche; corrí por la calle a la luz
de la luna. Me estiré sobre la pared -¡qué
deliciosas cosquillas produce en la espalda!
Corrí arriba y abajo, curioseé por las ventanas
más altas, tanto en el salón como en la
buhardilla. Miré donde nadie puede mirar, y vi
lo que ningún otro ve, lo que nadie debe ver. Si
bien se considera, éste es un cochino mundo. No
querría ser hombre, si no fuera porque está
bien considerado el serlo. Vi las cosas más
inimaginables en las mujeres, los hombres, los
padres y los encantadores e incomparables niños;
vi -dijo la sombra- lo que ningún hombre debe
conocer, pero lo que todos se perecerían por
saber: lo malo del prójimo. Si hubiera publicado
un periódico, ¡lo que se hubiera leído! Pero
yo escribía directamente a la persona en
cuestión y se producía el pánico en todas las
ciudades adonde iba. Llegaron a tenerme terror y
grandísima consideración. Los profesores me
nombraron profesor, los sastres me hacían trajes
nuevos -no me faltaba de nada. El tesorero del
reino acuñaba monedas para mí y las mujeres
decían que yo era muy guapo -y así llegué a
ser el hombre que soy. Y ahora me despido. Ésta
es mi tarjeta. Vivo en la acera del sol y estoy
siempre en casa cuando llueve.
Y la sombra se marchó.
-¡Qué extraordinario! -dijo el sabio.
Pasó tiempo y tiempo y la sombra volvió.
-¿Cómo le va? -preguntó.
-¡Ay! -dijo el sabio-. Escribo acerca de lo
verdadero, lo bueno y lo bello, pero nadie se
interesa por mi obra. Estoy desesperado, porque
son cosas a las que concedo gran importancia.
-Pues a mí no me ocurre igual -dijo la sombra-.
Yo, mientras, engordando, que es lo que hemos de
procurar. Usted no entiende el mundo y terminará
por caer enfermo. Tiene que viajar. Me iré de
viaje este verano. Venga conmigo. Me gustaría
llevar un compañero. ¿Quiere usted venir
conmigo, como mi sombra? Será para mí un gran
placer el llevarle, ¡le pago el viaje!
-¡Qué disparate! -dijo el sabio.
-¡Según como se mire! -dijo la sombra-. El
viajar le sentará de maravilla. Si consiente
usted en ser mi sombra, todo correrá de mi
cuenta.
-¡Esto ya es el colmo! -protestó el sabio.
-Pero así va el mundo -dijo la sombra-, y así
seguirá -y se marchó.
Las cosas no le iban nada bien al sabio, la pena
y la preocupación seguían haciendo presa en él,
y sus opiniones sobre lo verdadero, lo bueno y lo
bello interesaban tanto al público como las
rosas a una vaca -hasta que al final cayó
enfermo de consideración.
-¡Parece usted totalmente una sombra! -le decía
la gente, y esto le produjo un escalofrío,
porque le hizo pensar en ella.
-Lo que debe hacer es tomar las aguas -dijo la
sombra, que vino de visita-. No hay nada igual.
Lo llevaré conmigo, por el aquel de nuestra
vieja amistad. Yo pago el viaje y usted se
encarga de llevar un diario con lo que me
resultará el camino más divertido. Quiero ir a
un balneario, mi barba no crece como debiera -eso
es también una enfermedad- y una barba es algo
indispensable. Sea razonable y acepte la
invitación, viajaremos como amigos, por supuesto.
Y así viajaron; la sombra hacía de señor y el
señor hacía de sombra. Fueron juntos en coche,
a caballo, a pie -al lado uno de otro, delante o
detrás, según la posición del sol. La sombra
sabía ponerse siempre en el lugar del señor,
mientras el sabio no prestaba atención a
semejante cosa. Tenía un corazón excelente y
era sumamente cortés y afectuoso, así que un
día le dijo a la sombra:
-Puesto que nos hemos convertido en compañeros
de viaje y, además, hemos crecido juntos desde
la infancia, ¿por qué no nos tuteamos? Sería
más íntimo.
-En eso que dice -contestó la sombra, que ahora
era el verdadero señor- hay mucha franqueza y
buena intención, por lo que seré igualmente
bienintencionado y franco. Usted, como sabio que
es, sabe sin duda lo especial que es la
naturaleza. Hay quien no aguanta el roce del
papel gris, lo pone enfermo. A otros se les pasa
todo el cuerpo si se rasca un clavo contra un
vidrio. Lo mismo siento yo cuando lo oigo
tutearme, es como si me empujasen de nuevo a mi
primer empleo con usted. No se trata de orgullo,
sino, como verá, de una sensación. Pero si no
puedo permitirle que me trate de tú, con mucho
gusto lo tutearé a usted, como fórmula de
compromiso.
Y así la sombra tuteó a su antiguo señor.
-¡Qué absurdo -pensó éste- que yo le hable de
usted y él me tutee! -pero no tuvo más remedio
que aguantarlo.
Al fin llegaron a un balneario, donde había
muchos extranjeros, y entre ellos una encantadora
princesa que padecía la enfermedad de tener una
vista agudísima, lo que era en extremo alarmante.
Al instante observó que el recién llegado era
por completo diferente a los otros.
-Dicen que ha venido para hacer crecer su barba,
pero yo veo la verdadera causa- no tiene sombra.
Llena de curiosidad, entabló inmediatamente
conversación con el caballero extranjero durante
el paseo. Como princesa que era, no se andaba con
muchos miramientos, por lo que le dijo:
-A usted lo que le ocurre es que no tiene sombra.
-Vuestra Alteza Real debe haber mejorado
notablemente -dijo la sombra-. Sé que su
dolencia consiste en que ve demasiado bien, pero
debe haber desaparecido; está curada.
Precisamente yo tengo una sombra muy extraña.
¿No ha visto a la persona que siempre me
acompaña? Otros tienen una sombra vulgar, pero
yo detesto lo corriente. Igual que se viste al
criado con librea de mejor paño que el que uno
usa, he ataviado a mi sombra como si fuese una
persona. Vea que hasta le he proporcionado una
sombra. Es muy costoso, pero me gusta tener algo
excepcional.
-¿Cómo? ¿Será posible que me haya curado de
verdad? -pensó la Princesa-. ¡Este balneario es
único! El agua tiene en nuestros días
propiedades asombrosas. Pero no me marcho, porque
ahora comienza a estar esto divertido. El
extranjero me gusta extraordinariamente. Con tal
de que no le crezca la barba y se marche.
Por la noche, en el gran salón, bailaron la
princesa y la sombra. Ella era ligera, pero más
aún lo era él. Nunca había tenido la Princesa
pareja semejante. Ella le dijo qué país era el
suyo y él lo conocía. Lo había visitado, en
ocasión en que ella estaba ausente. Había
curioseado por las ventanas aquí y allá y visto
de todo, por lo que pudo contestar a la Princesa
y hacer alusiones que la dejaron estupefacta.
-Debe ser el hombre más sabio del mundo -pensó,
tal era su admiración por lo que sabía.
Y cuando bailaron de nuevo, la Princesa quedó
enamoradísima, de lo que la sombra se dio cuenta,
porque ella lo atravesaba con su mirada. A esto
siguió otro baile y ella estuvo a punto de
decírselo, pero mantuvo su serenidad y pensó en
su país y en su reino, y en las muchas personas
sobre las que reinaría.
-Es un sabio -se dijo-, lo cual es cosa buena. Y
baila espléndidamente, lo cual es también bueno.
Pero me pregunto si tendrá conocimientos
profundos, y eso es también importante.
Intentaré examinarlo.
Y entonces comenzó poco a poco a hacerle las
más difíciles preguntas, que ni ella misma
hubiera podido contestar; y la sombra puso una
cara sumamente extraña.
-¡No sabe usted la respuesta! -dijo la Princesa.
-Lo aprendí de párvulo -dijo la sombra-. Creo
que hasta mi sombra, allí junto a la puerta,
sabrá contestar.
-¡Su sombra! -dijo la Princesa-. Sería en
verdad extraordinario.
-Bueno, no digo que lo sepa -dijo la sombra-,
pero creo que sí. Me ha seguido y oído durante
tantos años, que creo que sí. Pero Vuestra
Alteza Real permitirá que le advierta que pone
tanto empeño en hacerse pasar por una persona,
que para tenerle de buen humor -y debe estarlo
para contestar bien- ha de ser tratado
precisamente como una persona.
-Me complacerá hacerlo -dijo la Princesa.
Y se acercó al sabio que estaba junto a la
puerta y habló con él del sol y de la luna, de
unos y de otros, y él contestó con todo acierto
y cordura.
-¿Cómo será este hombre, cuando tiene una
sombra tan sabia? -pensó ella-. Será una
auténtica bendición para mi pueblo y mi reino,
si lo elijo como esposo.
Y ambos estuvieron de acuerdo, la Princesa y la
sombra, pero nadie debía saberlo antes de que
ella regresase a su reino.
-¡Nadie, ni siquiera mi sombra! -dijo la sombra,
y tenía sus particulares razones para ello.
Tras esto, fueron al país donde reinaba la
Princesa, una vez que había ella regresado.
-Escucha, amigo mío -dijo la sombra al sabio-.
He llegado a ser cuan afortunado y poderoso puede
ser un hombre. Ahora haré algo extraordinario
por ti. Vivirás siempre conmigo en Palacio,
irás conmigo en mi carroza real y tendrás cien
mil escudos al año. Pero permitirás que todos
te llamen sombra; no deberás decir nunca que
fuiste hombre, y una vez al año, cuando me
siente al sol en el balcón para mostrarme al
pueblo, tendrás que tenderte a mis pies, como
debe hacerlo una sombra. Has de saber que me caso
con la Princesa. Esta noche será la boda.
-¡No, eso es monstruoso! -dijo el sabio-. ¡No
quiero, no lo haré! ¡Sería defraudar al país
y a la Princesa! ¡Lo diré todo! Que yo soy el
hombre y tú la sombra. ¡Que apenas eres un
disfraz!
-No lo creerá nadie -dijo la sombra-. ¡Sé
razonable o llamo a la guardia!
-¡Iré a ver a la Princesa! -dijo el sabio.
-Pero yo iré primero -dijo la sombra-, y tú
irás al calabozo.
Y así fue, porque los centinelas lo obedecieron
al saber que iba a casarse con la Princesa.
-¡Estás temblando! -dijo la Princesa, cuando la
sombra fue a visitarla-. ¿Ha ocurrido algo? No
irás a ponerte enfermo esta noche, en que vamos
a casarnos.
-Me ha sucedido la cosa más terrible que pueda
ocurrir -dijo la sombra-. ¡Imagínate -claro,
una pobre cabeza de sombra como ésa es incapaz
de resistir mucho-; imagínate, mi sombra se ha
vuelto loca, cree que ella es el hombre y que yo
-imagínate, si puedes-, que yo soy su sombra!
-¡Qué horror! -dijo la Princesa-. ¿Lo habrán
encerrado, supongo?
-Sí. Me temo que nunca recupere la razón.
-¡Pobre sombra! -dijo la Princesa-. Qué
desdicha para él. Sería una verdadera obra de
caridad liberarlo de la mezquina vida que lleva y
cuando pienso en ello, creo que se hace preciso
el quitársela con toda discreción.
-Resulta cruel -dijo la sombra- porque era un
buen sirviente -y pareció dar un suspiro.
-¡Qué nobles sentimientos! -dijo la Princesa.
Por la noche, toda la ciudad estaba iluminada y
los cañones hicieron ¡pum! y los soldados
presentaron armas. ¡Qué boda aquélla! La
Princesa y la sombra se asomaron al balcón para
mostrarse y recibir una vez más las aclamaciones.
El sabio no se enteró de nada, porque le habían
quitado la vida.
FIN
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