Que hermosa
El
escultor Alfredo ganó la medalla de oro, hizo un
viaje a Italia y regresó luego a su patria.
Cuando regresó fue a visitar una pequeña ciudad
de Zelanda. Toda la población sabía quién era
el forastero. Una familia acaudalada dio una
fiesta en su honor, a la que fueron invitadas
todas las personas que representaban o poseían
algo en la localidad. Fue un acontecimiento, que
no hubo necesidad de pregonar con bombo y
platillos.
Oficiales artesanos e hijos de familias humildes,
algunos con sus padres, contemplaron desde la
calle las iluminadas cortinas; el vigilante pudo
imaginar que había allí tertulia, a juzgar por
el gentío congregado en la calle. El aire olía
a fiesta, y en el interior de la casa reinaba el
regocijo, pues en ella estaba don Alfredo, el
escultor.
Habló, contó, y todos los presentes lo
escucharon con gusto y con unción,
principalmente la viuda de un funcionario, ya de
cierta edad. Venía a ser como un papel secante
nuevito para todas las palabras de don Alfredo:
chupaba enseguida lo que él decía, y pedía
más; era enormemente impresionable e
increíblemente ignorante: un Kaspar Hauser
femenino.
-Supongo que visitaría Roma -dijo-. Debe ser una
ciudad espléndida, con tanto extranjero como
allí acude. ¡Descríbanos Roma! ¿Qué
impresión produce cuando se llega a ella?
-Es muy fácil describirla -dijo el joven
escultor-. Hay una gran plaza, con un obelisco en
el centro, un obelisco que tiene cuatro mil años.
-¡Un organista! -exclamó la mujer, pues no
había oído nunca aquella palabra.
Algunos estuvieron a punto de soltar la carcajada,
y también el escultor, pero la sonrisa que
apuntaba se transformó en ensimismamiento, al
ver junto a la señora un par de grandes ojos
azules: era la hija de la dama que acababa de
hablar, y cuando se tiene una hija como aquélla,
no cabe ser tonto. La madre era una fuente
inagotable de preguntas, y de esta fuente la hija
era la hermosa náyade. ¡Qué preciosa!
Para un escultor resultaba un objeto digno de
admiración, aunque poco apropiado para entablar
un coloquio; la verdad es que hablaba poco o nada.
-¿Tiene una gran familia el Papa? -preguntó la
señora. El joven interpretó la pregunta del
mejor modo posible, y contestó:
-No, no es de una gran familia.
-No es eso lo que quiero decir -repuso la señora-.
Me refiero a si tiene muchos hijos.
-El Papa no puede casarse -respondió él.
-Pues eso no me gusta -dijo la viuda.
Hablaba sin ton ni son, pero, quién sabe si, de
no haberlo hecho, su hija hubiera permanecido
apoyada en su hombro, mirándola con aquella
sonrisa casi conmovedora.
Y don Alfredo habla que te habla: de la
magnificencia de colores de Italia, de las
azuladas montañas, del azul Mediterráneo, del
azul meridional, una belleza que en las tierras
nórdicas sólo es superada por los ojos azules
de sus mujeres. Y lo dijo con toda intención,
pero la que debía entenderlo no se dio por
aludida, o por lo menos no lo dejó ver. Y
también esto era hermoso.
-¡Italia! -suspiraron algunos.
-¡Viajar! -suspiraron otros-. ¡Qué hermoso,
qué hermoso!
-Bueno, cuando saque cincuenta mil escudos a la
lotería, viajaremos -dijo la viuda-. Yo y mi
hija, y usted, don Alfredo, nos hará de guía.
Nos iremos los tres juntos. Y vendrán también
algunos buenos amigos.
Y dirigió una sonrisa a todos los concurrentes,
para que todos pensaran que aludía a ellos.
-Iremos a Italia. Pero no a los lugares donde hay
bandidos. No nos moveremos de Roma y de las
grandes carreteras; allí se está más seguro.
La hija dejó escapar un leve suspiro. ¡Cuántas
cosas se pueden contener en un leve suspiro! El
joven le puso muchas. Los dos ojos azules
ocultaban tesoros, tesoros del alma y del
corazón, ricos como todas las magnificencias de
Roma. Y cuando abandonó la fiesta, quedó con un
aire ausente: su corazón estaba con la damita.
De todas las casas de la ciudad, la de la viuda
fue la única que visitó don Alfredo. Todo el
mundo se dio cuenta de que no era por la madre, a
pesar de lo mucho que habían hablado los dos.
Saltaba a la vista que iba por la hija. Ésta se
llamaba Kala (propiamente, Karen Malene, y los
dos nombres se habían contraído en Kala). Era
hermosa, pero un tanto dormilona, decían algunos;
por la mañana solían pegársele las sábanas.
-La viciamos de niña -decía la madre-. Siempre
ha sido una joven Venus, y éstas se fatigan
pronto. Se levanta algo tarde, pero gracias a eso
tiene esos ojos tan límpidos.
¡Qué poder había en aquellos límpidos ojos!
¡Aquellas aguas azul marino! Aguas tranquilas,
pero profundas. Bien lo sentía el joven, que
estaba preso en su hondura. Hablaba y contaba sin
parar, y mamá no se cansaba de preguntarle,
desenvuelta y despreocupada como el día en que
se conocieron.
Daba gusto oír contar a don Alfredo. Hablaba de
Nápoles, de sus excursiones al Vesubio, y
pintaba con brillantes colores algunas erupciones
del volcán. La viuda nunca había oído hablar
de aquello, ni lo había pensado.
-¡Dios nos libre! -exclamó-. ¡Una montaña que
escupe fuego! ¿No puede hacer daño a nadie?
-Ha destruido ciudades enteras -respondió el
artista-. Pompeya y Herculano.
-¡Desventurados habitantes! ¿Y usted estaba
allí?
-No, no he presenciado ninguna de las erupciones,
que tengo reproducidas en estas estampas; pero
les voy a mostrar, en un dibujo de mi mano, una
que vi con mis propios ojos.
Sacó un esbozo a lápiz y la mamá, que estaba
aún impresionada por las imágenes en color,
miró el pálido apunte a lápiz y exclamó con
sorpresa:
-¿Lo vio escupir fuego blanco?
Por un instante, don Alfredo sintió que se
desvanecía su respeto por la señora, pero
bastó una mirada a Kala para comprender que su
madre no poseía el sentido del color. En cambio,
tenía lo mejor, lo más hermoso: tenía a Kala.
Y con Kala se prometió Alfredo, de lo cual nadie
se extrañó. Y su compromiso se publicó en el
diario de la ciudad. Mamá encargó treinta
ejemplares del número, para recortar el suelto y
enviarlo en cartas a amigos y conocidos. Y los
novios se sintieron felices, y la suegra también.
En cierto modo había entrado a formar parte de
la familia de Thorwaldsen.
-Es usted su continuación -dijo.
Y Alfredo encontró que había dicho algo muy
ingenioso. Kala permaneció callada, pero sus
ojos se iluminaron, y una sonrisa se dibujó en
su boca. Realmente era hermosa, no nos cansaremos
de repetirlo.
Alfredo modeló el busto de Kala y el de su
suegra; ellas posaron, mirando cómo sus dedos
alisaban y amasaban la blanda arcilla.
-Esto lo hace sólo por nosotras -dijo la viuda-.
Es una atención por su parte el hacer
personalmente este trabajo tan basto, en vez de
encargarlo a su ayudante.
-La arcilla no tengo más remedio que moldearla
yo -dijo él.
-Usted siempre tan galante -contestó mamá,
mientras Kala apretaba la mano del artista, sucia
de arcilla.
Luego explicó a las dos la belleza que la
Naturaleza ha dado a los seres creados: cómo la
vida está por encima de la arcilla, la planta
sobre el mineral, el animal sobre la planta, el
hombre sobre el animal; cómo el espíritu y la
belleza se manifiestan por la forma, y cómo el
escultor reproduce en la figura terrena lo más
sublime de su revelación.
Kala reflexionaba en silencio sobre las ideas que
él iba sugiriendo, pero su madre lo interrumpió:
-Es difícil seguirlo. Pero poco a poco voy
cogiendo sus pensamientos, y aunque se me lían y
enmarañan en la cabeza, no los suelto por eso.
Y la belleza lo sujetaba a él, lo llenaba y
dominaba. Aquella belleza que irradiaba de toda
la persona de Kala, de su mirada, de sus labios,
incluso de los movimientos de sus dedos. Así lo
decía Alfredo, y el escultor lo comprendía muy
bien; hablaba sólo de ella, y en ella pensaba
tan sólo; los dos se habían identificado, y
así también ella habló mucho, pues él lo
hacia muchísimo.
Fue aquél el día de la petición de mano, y
después vino el de la boda, con las doncellas de
honor y los obsequios, y se pronunció el sermón
nupcial.
La suegra había colocado en el extremo superior
de la mesa, en casa de la novia, el busto de
Thorwaldsen en bata de noche. Se le había
ocurrido que debía figurar entre los invitados.
Se cantaron canciones y se pronunciaron brindis;
resultó una boda muy alegre, y los novios
formaban una bella pareja. «Pigmalión ha
logrado su Galatea», decía una de las canciones.
-Ésta es otra mitología - observó la mamá
política.
Al día siguiente, la joven pareja partió para
Copenhague, donde iban a establecerse. La suegra
los acompañó para hacerse cargo de lo prosaico,
decía ella, o sea, para cuidar del gobierno de
la casa. Kala debía vivir como en una casa de
muñecas. Todo era nuevo, reluciente y hermoso.
Allí los tenemos a los tres, y Alfredo, para
servirnos de una frase proverbial, que aquí
viene como al dedillo, estaba como un obispo en
un nido de gansos.
El encanto de la forma lo había ofuscado. Había
visto el envoltorio y no lo que contenía, lo
cual es una desgracia, y no pequeña, en el
matrimonio. Pues cuando la funda se despega y el
oropel se cae, uno deplora la transacción. En la
vida de sociedad resulta enormemente desagradable
observar que uno ha perdido los botones de sus
tirantes, y saber que no puede confiar en la
hebilla por la sencilla razón de que no la tiene;
pero es mucho peor aún oír, en las tertulias
sociales, que la esposa y la suegra dicen
tonterías, y no poder confiar en una ocurrencia
aguda que borre el efecto de la estupidez.
Con mucha frecuencia se estaban los recién
casados cogidos de la mano, hablando él e
interponiendo ella una palabrita de tarde en
tarde, siempre la misma melodía, las mismas dos
o tres notas cristalinas. No se animaba la cosa
hasta que llegaba Sofía, una de las amigas.
Sofía no era lo que se dice bonita, pero tampoco
tenía ninguna falta; un poco torcida tal vez,
decía Kala, pero no más de lo que pueden
parecerlo las amigas. Era una muchacha muy
juiciosa, y nadie pensaba que pudiese llegar a
constituir un peligro. Venía a traer un poco de
aire fresco a aquella casa de muñecas, y,
realmente, todos se daban cuenta de que hacía
falta renovar el aire. Por eso se marcharon, con
deseos de airearse; la suegra y la joven pareja
partieron para Italia.
-¡Gracias a Dios que estamos de nuevo en casa! -exclamaron
madre e hija al regresar con Alfredo al año
siguiente.
-No es ningún placer viajar -dijo la suegra-.
Resulta de lo más aburrido, y perdona que te lo
diga. Me aburrí a pesar de tener conmigo a mis
hijos, y además es caro, muy caro, eso de viajar.
¡Todas esas galerías que hay que visitar!
¡Tantas cosas que hay que ir a ver! Y no hay
más remedio, pues al volver os preguntarán por
todo. Y luego habréis de escucharos, para colmo,
que os olvidasteis de visitar lo más hermoso de
todo. Al final, ya me fastidiaban aquellas
eternas madonas; una acaba por volverse madona.
-¡Y las comidas! -intervino Kala.
-¡Ni una sopa de caldo como Dios manda! -añadió
mamá ¡Y qué mala es su cocina!
Kala volvió del viaje muy fatigada; aquello fue
lo peor. Se presentó Sofía en la casa y se
mostró útil y capaz.
Hay que reconocer - decía la suegra - que Sofía
entiende de economía doméstica y de arte; y que
suple muy bien a la enferma; además es muy
honesta y fiel. - Buenas pruebas dio de todo ello
durante la enfermedad de Kala, una dolencia
consuntiva que se la llevó.
Donde la funda lo es todo, hay que guardarla, de
lo contrario se pierde todo; y en nuestro caso se
perdió la funda: Kala murió.
-¡Tan hermosa como era! -dijo su madre-.
Realmente era muy distinta de las clásicas, tan
averiadas. Kala estaba entera, y eso sí es una
belleza.
Lloró Alfredo, lloró la madre, los dos se
pusieron de luto. A mamá el negro le sentaba muy
bien, y siguió llevándolo mucho tiempo,
lamentándose sin cesar, y más aún cuando
Alfredo volvió a casarse, y con Sofía
precisamente, que por el físico no valía nada.
-Le gustan los extremos -decía la suegra-. Ha
pasado de lo más hermoso a lo más feo; ha sido
capaz de olvidarse de su primera esposa. Los
hombres no tienen constancia. Mi marido era
distinto. ¡Se murió antes que yo!
-Pigmalión logró su Galatea -dijo Alfredo-. Es
verdad lo que decía la canción nupcial. Me
enamoré de una hermosa estatua que cobró vida
en mis brazos. Pero el alma afín que el cielo
nos envía, uno de sus ángeles, capaz de pensar
y sentir con nosotros, capaz de alentarnos cuando
estamos abatidos, ésta no la he encontrado y
conquistado hasta ahora. ¡Llegaste tú, Sofía!
No con belleza de formas, con un brillo radiante,
sino como debías venir, más bonita de lo que
era necesario. Lo principal es lo principal.
Viniste a enseñar al escultor que su obra es
sólo arcilla y polvo, y que en ella sólo
expresa el núcleo más interior, el que debemos
buscar.
¡Pobre Kala! Nuestra vida sobre la Tierra fue
como un viaje. Allá arriba, donde se encuentran
los que verdaderamente son afines, tal vez nos
sintamos medio extraños.
-Has hablado sin caridad -replicó Sofía-, no
como cristiano. Allá arriba, donde no hay
matrimonio pero donde, como dijiste, se
encuentran las almas afines; allí, donde todo lo
sublime se despliega y realza, su alma resonará
tal vez con tanta fuerza, que apagará el son de
la mía, y tú volverás a prorrumpir en aquel
grito de tu primer amor: ¡Qué hermosa, qué
hermosa!
FIN
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