Los
deseos ridiculos Érase una vez un pobre
leñador que estaba harto de la vida tan penosa
que llevaba y solía decir que tenía ganas de ir
a reposar a los bordes del Aqueronte; porque
veía que, en su profundo dolor, jamás el Cielo
cruel no había querido concederle ni uno de sus
deseos.
Un día que se quejaba en el bosque, Júpiter,
con el rayo en la mano, se le apareció;
difícilmente podría pintar el miedo que
sobrecogió al buen hombre.
-No quiero nada -exclamó, arrojándose al suelo-;
no deseo nada, ni truenos ni nada. Vamos a hablar,
Señor, de igual a igual.
-Deja de temblar -le dijo Júpiter-; vengo
compadecido de tus quejas, para demostrarte que
eres injusto en tus quejas. Escucha. Yo te
prometo, yo que soy el dueño soberano del mundo
entero, atender plenamente tus tres primeros
deseos, los primeros que quieras formular sobre
cualquier cosa. Mira bien lo que pueda
satisfacerte, y como tu felicidad depende de tus
votos, piénsalo bien antes de formular tus
deseos.
En diciendo estas palabras, Júpiter ascendió a
los Cielos, y el leñador, muy contento,
echándose el haz de leña a la espalda,
emprendió el camino de regreso. Nunca le
pareció la carga menos pesada.
-No hay que obrar a la ligera -decía trotando-.
El caso es importante; hay que pedir consejo a la
parienta.
Cuando entró bajo el techo de la cabaña la
carga de helechos, le dijo:
-Fanchon, hagamos un buen fuego y una buena
comida; somos muy ricos. Y sólo necesitamos
formular nuestros deseos.
Y allí, punto por punto, le cuenta todo lo
sucedido. Al oír su relato, la esposa, viva y
presurosa, concibe mil proyectos en su mente;
pero considerando la importancia de conducirse
con prudencia, le dice a su esposo:
-Blas, amigo mío, para no cometer una tontería
debido a nuestra impaciencia, examinemos juntos
lo que nos conviene hacer en una situación así.
Dejemos para mañana nuestro primer deseo y
consultemos con la almohada.
-Estoy de acuerdo -dice el buen Blas-. Anda, vete
y trae vino añejo.
Cuando volvió con él, bebió y, saboreando
cómodamente, cerca del fuego, aquel dulce reposo,
dijo apoyándose en el respaldo de su silla:
-¡Con estas brasas tan buenas, qué bien
vendría una vara de morcilla!
Apenas acabó de pronunciar estas palabras, que
su mujer, muy asombrada, vio una larga morcilla
que, saliendo de una esquina de la chimenea, se
aproximaba a ella serpenteando. Al instante
lanzó un grito; pero juzgando que esta aventura
tenía por causa el deseo que, por pura torpeza,
había formulado el imprudente de su marido, no
hubo injuria, ni pulla, ni improperio que, hecha
una furia, no dijera a su pobre marido.
-¡Cuando se podría obtener un Imperio, oro,
perlas, rubíes, diamantes, vestidos! ¿Y no se
te ocurre desear más que una morcilla?
-Bueno, me he equivocado -dijo-. Mi elección ha
sido desacertada. He cometido una gran falta; lo
haré mejor la próxima vez.
-Bueno, bueno -repuso ella-. Espérame sentado.
¡Se necesita ser un animal para formular ese
deseo!
El esposo, más de una vez, llevado de la cólera,
se sintió tentado de formular un deseo mudo. Y,
dicho entre nosotros, habría sido lo mejor que
hubiera podido hacer.
-Los hombres -se decía- hemos venido al mundo a
padecer. ¡Maldita sea la morcilla, plegue a Dios,
maldita pécora que se te quede colgada de la
nariz!
Esta súplica, al instante, fue escuchada por el
Cielo y, apenas el marido profirió sus palabras,
la vara de morcilla se quedó pegada a su nariz.
Este prodigio imprevisto irritó muchísimo a
Fanchon. Fanchon era bonita, muy graciosa, y a
decir verdad este adorno en su nariz no hacía
buen efecto, salvo que al colgarla sobre la boca
la impedía hablar tranquilamente, lo cual era
una ventaja para su esposo, tan grande que en
aquel feliz momento pensó no desear más.
-Ya podría, -pensaba para su adentros-, después
de una desgracia tan terrible, con el deseo que
me queda, convertirme de una vez en Rey. Desde
luego, nada iguala la grandeza soberana, pero hay
que pensar qué tristeza tendría la Reina cuando,
al sentarse en su trono, se viera con la nariz
más larga que una vara. Voy a ver qué dice y
que decida ella si prefiere convertirse en una
gran Princesa y conservar esa horrible nariz o
quedarse de simple leñadora con la nariz
corriente, como las demás personas, tal como la
tenía antes de la desgracia.
Al fin, la cosa bien examinada, aun sabiendo que
el poder que proporciona el cetro y la corona y
que cuando se está coronada siempre se tiene la
nariz bien hecha, como no existe nada que posea
la fuerza de agradar, ella prefirió conservar su
cofia antes que hacerse Reina y ser fea.
Así, pues, el leñador no cambió de estado, no
se convirtió en un potentado, no llenó su bolsa
de escudos, y fue feliz de emplear el deseo que
le quedaba para volver a su mujer a su primitivo
estado, débil felicidad, pobre recurso.
Qué cierto es que los hombres miserables, ciegos,
imprudentes y variables no deben formular deseo
alguno, y qué pocos hay entre ellos que sean
capaces de hacer buen uso de los dones que Dios
les ha concedido
Cuentos de Charles
Perrault
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