Erase en
cierta ocasión un cuervo, el de más negro
plumaje, que habitaba en el bosque y que tenía
cierta fama de vanidoso.
Ante su vista se extendían campos, sembrados y
jardines llenos de florecillas... Y una preciosa
casita blanca, a través de cuyas abiertas
ventanas se veía al ama de la casa preparando la
comida del dia.
-¡Un queso!- murmuró el cuervo, y sintió que
el pico se le hacía agua.
El ama de la casa, pensando que así el queso se
mantendría más fresco, colocó el plato con su
contenido cerca de la abierta ventana.
-¡Qué queso tan sabroso!- volvió a suspirar el
cuervo, imaginando que se lo apropiaba.
Voló el ladronzuelo hasta la ventana, y tomando
el queso en el pico, se fue muy contento a
saborearlo sobre las ramas de un arbol.
Todo esto que acabamos de referir había sido
visto también por una astuta zorra, que llevaba
bastante tiempo sin comer. En estas
circunstancias vio la zorra llegar ufano al
cuervo a la más alta rama del arbol.
-Ay, si yo pudiera a mi vez robar a ese ladrón!
-Buenos días, señor cuervo.
El cuervo callaba. Miró hacia abajo y contempló
a la zorra, amable y sonriente.
-Tenga usted buenos días -repitió aquella,
comenzando a adularle de esta manera - Vaya,
¡que está usted bien elegante con tan bello
plumaje!
El cuervo, que, como ya sabemos era vanidoso,
siguió callado, pero contento al escuchar tales
elogios.
-Sí, sí prosiguió la zorra. Es lo que siempre
digo. No hay entre todas las aves quien tenga la
gallardía y belleza del señor cuervo.
El ave, sobre su rama, se esponjaba lleno de
satisfacción. Y en su fuero interno estaba
convencido de que todo cuanto decía el animal
que estaba a sus pies era verdad. Pues, ¿acaso
había otro plumaje más lindo que el suyo?
Desde abajo volvió a sonar, con acento muy suave
y engañoso, la voz de aquella astuta zorra:
- Bello es usted, a fe mía, y de porte
majestuoso. Como que si su voz es tan hermosa
como deslumbrante es su cuerpo, creo que no
habrá entre todas las aves del mundo quien se le
pueda igualar en perfección. Al oír aquel
discurso tan dulce y halagueño, quiso demostrar
el cuervo a la zorra su armonía de voz y la
calidad de su canto, para que se convenciera de
que el gorjeo no le iba en zaga a su plumaje.
Llevado de su vanidad, quiso cantar.
Abrió su negro pico y comenzó a graznar, sin
acordarse de que así dejaba caer el queso.
¡Qué más deseaba la astuta zorra! Se apresuró
a coger entre sus dientes el suculento bocado. Y
entre bocado y bocado dijo burlonamente a la
engañada ave:
-Señor bobo, ya que sin otro alimento que las
adulaciones y lisonjas os habéis quedado tan
hinchado y repleto, podéis ahora hacer la
digestión de tanta adulación, en tanto que yo
me encargo de digerir este queso.
Nuestro cuervo hubo de comprender, aunque tarde,
que nunca debió admitir aquellas falsas
alabanzas.
Desde entonces apreció en el justo punto su
valía, y ya nunca más se dejó seducir por
elogios inmerecidos. Y cuando, en alguna ocasión,
escuchaba a algún adulador, huía de él, porque,
acordándose de la zorra, sabía que todos los
que halagan a quien no tiene meritos, lo hacen
esperando lucrarse a costa del que linsonjean. Y
el cuervo escarmentó de esta forma para siempre.