Un anciano rey tuvo que
huir de su país asolado por la guerra. Sin
escolta alguna, cansado y hambriento, llegó a
una granja solitaria, en medio del país enemigo,
donde solicitó asilo. A pesar de su aspecto
andrajoso y sucio, el gran-jero se lo concedió
de la mejor gana. No contento con ofrecer una
opípara cena al caminante, le proporcionó un
baño y ropa limpia, además de una confortable
habitación para pasar la noche.
Y sucedió que, en medio de la oscuridad, el
granjero escuchó una plegaria musitada en la
habitación del desconocido y pudo distinguir sus
palabras:
-Gracias, Señor, porque has dado a este pobre
rey destronado el consuelo de hallar refugio. Te
ruego ampares a este caritativo granjero y haz
que no sea perseguido por haberme ayudado.
El generoso granjero preparó un espléndido
desayuno para su huésped y cuando éste se
marchaba, hasta le entregó una bolsa con monedas
de oro para sus gastos.
Profundamente emocionado por tanta generosidad,
el anciano monarca se pro-metió recompensar al
hombre si algún día recobraba el trono. Algunos
meses después estaba de nuevo en su palacio y
entonces hizo llamar al caritativo la-briego, al
que concedió un título de nobleza y colmó de
honores. Además, fian-do en la nobleza de sus
sentimientos, le consultó en todos los asuntos
delicados del reino.