Erase un
principito curioso que quiso un día salir a
pasear sin escolta. Caminando por un barrio
miserable de su ciudad, descubrió a un muchacho
de su estatura que era en todo exacto a él.
-¡Sí que es casualidad! - dijo el príncipe-.
Nos parecemos como dos gotas de agua.
-Es cierto - reconoció el mendigo-. Pero yo voy
vestido de andrajos y tú te cubres de sedas y
terciopelo. Sería feliz si pudiera vestir
durante un instante la ropa que llevas tú.
Entonces el príncipe, avergonzado de su riqueza,
se despojó de su traje, calzado y el collar de
la Orden de la Serpiente, cuajado de piedras
preciosas.
-Eres exacto a mi - repitió el príncipe, que se
había vestido, en tanto, las ropas del mendigo.
Pero en aquel momento llegó la guardia buscando
al personaje y se llevaron al mendigo vestido en
aquellos momentos con los ropajes de principe.
El príncipe corría detrás queriendo
convencerles de su error, pero fue inútil.
Contó en la ciudad quién era y le tomaron por
loco. Cansado de proclamar inútilmente su
identidad, recorrió la ciudad en busca de
trabajo. Realizó las faenas más duras, por un
miserable jornal. Era ya mayor, cuando estalló
la guerra con el país vecino. El príncipe,
llevado del amor a su patria, se alistó en el
ejército, mientras el mendigo que ocupaba el
trono continuaba entregado a los placeres.
Un día, en lo más arduo de la batalla, el
soldadito fue en busca del general. Con
increíble audacia le hizo saber que había
dispuesto mal sus tropas y que el difunto rey,
con su gran estrategia, hubiera planeado de otro
modo la batalla.
- ¿Cómo sabes tú que nuestro llorado monarca
lo hubiera hecho así?
- Porque se ocupó de enseñarme cuanto sabía.
Era mi padre.
Aquella noche moría el anciano rey y el mendigo
ocupó el trono. Lleno su corazón de rencor por
la miseria en que su vida había transcurrido,
empezó a oprimir al pueblo, ansioso de riquezas.
Y mientras tanto, el verdadero príncipe, tras
las verjas del palacio, esperaba que le arrojasen
un pedazo de pan.
El general, desorientado, siguió no obstante los
consejos del soldadito y pudo poner en fuga al
enemigo. Luego fue en busca del muchacho, que
curaba junto al arroyo una herida que había
recibido en el hombro. Junto al cuello se
destacaban tres rayitas rojas.
-Es la señal que vi en el príncipe recién
nacido! -exclamó el general.
Comprendió entonces que la persona que ocupaba
el trono no era el verdadero rey y, con su
autoridad, ciñó la corona en las sienes de su
autentico dueño.
El príncipe había sufrido demasiado y sabía
perdonar. El usurpador no recibió mas castigo
que el de trabajar a diario.
Cuando el pueblo alababa el arte de su rey para
gobernar y su gran generosidad él respondía: Es
gracias a haber vivido y sufrido con el pueblo
por lo que hoy puedo ser un buen rey.