Érase una
vez un rey muy rico cuyo nombre era Midas. Tenía
más oro que nadie en todo el mundo, pero a pesar
de eso no le parecía suficiente. Nunca se
alegraba tanto como cuando obtenía más oro para
sumar en sus arcas. Lo almacenaba en las grandes
bóvedas subterráneas de su palacio, y pasaba
muchas horas del día contándolo una y otra vez.
Midas tenía una hija llamada Caléndula. La
amaba con devoción, y decía: Será la princesa
más rica del mundo. Pero la pequeña Caléndula
no daba importancia a su fortuna. Amaba su
jardín, sus flores y el brillo del sol más que
todas las riquezas de su padre. Era una niña muy
solitaria, pues su padre siempre estaba buscando
nuevas maneras de conseguir oro, y contando el
que tenía, así que rara vez le contaba cuentos
o salía a pasear con ella, como deberían hacer
todos los padres.
Un día el rey Midas estaba en su sala del tesoro.
Había echado la llave a las gruesas puertas y
había abierto sus grandes cofres de oro. Lo
apilaba sobre mesa y lo tocaba con adoración. Lo
dejaba escurrir entre los dedos y sonreía al
oír el tintineo, como si fuera una dulce música.
De pronto una sombre cayó sobre la pila del oro.
Al volverse, el rey vio a un sonriente
desconocido de reluciente atuendo blanco. Midas
se sobresaltó. ¡Estaba seguro de haber
atrancado la puerta! ¡Su tesoro no estaba seguro!
Pero el desconocido se limitaba a sonreír.
- Tienes mucho oro, rey Midas -dijo. Sí -respondió
el rey-, pero es muy poco comparado con todo el
oro que hay en el mundo. ¿Qué? ¿No estás
satisfecho? -preguntó el desconocido.
¿Satisfecho? -exclamó el rey-. Claro que no.
Paso muchas noches en vela planeando nuevos modos
de obtener más oro. Ojalá todo lo que tocara se
transformara en oro. ¿De veras deseas eso, rey
Midas?. Claro que sí. Nada me haría más feliz.
Entonces se cumplirá tu deseo. Mañana por la
mañana, cuando los primeros rayos del sol entren
por tu ventana, tendrás el toque de oro.
Apenas hubo dicho estas palabras, el desconocido
desapareció. El rey Midas se frotó los ojos.
Debo haber soñado -se dijo- , pero qué feliz
sería si eso fuera cierto. A la mañana
siguiente el rey Midas despertó cuando las
primeras luces aclararon el cielo. Extendió la
mano y tocó las mantas. Nada sucedió. Sabía
que no podía ser cierto, suspiró. En ese
momento los primeros rayos del sol entraron por
la ventana. Las mantas donde el rey Midas apoyaba
la mano se convirtieron en oro puro. ¡Es verdad!
-exclamó con regocijo-. ¡Es verdad!.
Se levantó y corrió por la habitación tocando
todo. Su bata, sus pantuflas, los muebles, todo
se convirtió en oro. Miró por la ventana, hacia
el jardín de Caléndula. Le daré una grata
sorpresa, pensó. Bajó al jardín, tocando todas
las flores de Caléndula y transformándolas en
oro. Ella estará muy complacida, se dijo.
Regresó a su habitación para esperar el
desayuno, y recogió el libro que leía la noche
anterior, pero en cuanto lo tocó se convirtió
en oro macizo. Ahora no puedo leer -dijo-, pero
desde luego es mucho mejor que sea de oro. Un
criado entró con el desayuno del rey. Qué bien
luce -dijo-. Ante todo quiero ese melocotón rojo
y maduro. Tomó el melocotón con la mano, pero
antes que pudiera saborearlo se había convertido
en una pepita de oro. El rey Midas lo dejó en la
bandeja. Es precioso, pero no puedo comerlo, se
lamentó. Levantó un panecillo, pero también se
convirtió en oro.
En ese momento se abrió la puerta y entró la
pequeña Caléndula. Sollozaba amargamente, y
traía en la mano una de sus rosas. ¿Qué sucede,
hijita?, preguntó el rey. ¡Oh, padre! ¡Mira lo
que ha pasado con mis rosas! ¡Están feas y
rígidas!. Pues son rosas de oro, niña. ¿No te
parecen más bellas que antes?. No -gimió la
niña-, no tienen ese dulce olor. No crecerán
más. Me gustan las rosas vivas. No importa -dijo
el rey-, ahora toma tu desayuno. Pero Caléndula
notó que su padre no comía y que estaba muy
triste. ¿Qué sucede, querido padre?, preguntó,
acercándose. Le echó los brazos al cuello y él
la besó, pero de pronto el rey gritó de espanto
y angustia. En cuanto la tocó, el adorable
rostro de Caléndula se convirtió en oro
reluciente. Sus ojos no veían, sus labios no
podían besarlo, sus bracitos no podían
estrecharlo. Ya no era una hija risueña y
cariñosa, sino una pequeña estatua de oro. El
rey Midas agachó la cabeza, rompiendo a llorar.
¿Eres feliz, rey Midas?, dijo una voz. Al
volverse, Midas vio al desconocido. ¡Feliz!
¿Cómo puedes preguntármelo? ¡Soy el hombre
más desdichado de este mundo!, dijo el rey.
Tienes el toque de oro -replicó el desconocido-.
¿No es suficiente?. El rey Midas no alzó la
cabeza ni respondió. ¿Qué prefieres, comida y
un vaso de agua fría o estas pepitas de oro?. El
rey Midas no pudo responder. ¿Qué prefieres, oh
rey, esa pequeña estatua de oro, o una niña
vivaracha y cariñosa?. Oh, devuélveme a mi
pequeña Caléndula y te daré todo el oro que
tengo -dijo el rey-. He perdido todo lo que
tenía de valioso. Eres más sabio que ayer, rey
Midas -dijo el desconocido-. Zambúllete en el
río que corre al pie de tu jardín, luego recoge
un poco de agua y arrójala sobre aquello que
quieras volver a su antigua forma. El rey Midas
se levantó y corrió al río. Se zambulló,
llenó una jarra de agua y regresó deprisa al
palacio. Roció con agua a Caléndula, y
devolvió el color a sus mejillas. La niña
abrió los ojos azules. Con un grito de alegría,
el rey Midas la tomó en sus brazos. Nunca más
el rey Midas se interesó en otro oro que no
fuera el oro de la luz del sol, o el oro del
cabello de la pequeña Caléndula.