Había una
vez un juguetero que fabricó un ejército de
soldaditos de plomo, muy derechos y elegantes.
Cada uno llevaba un fusil al hombro, una chaqueta
roja, pantalones azules y un sombrero negro alto
con una insignia dorada al frente. Al juguetero
no le alcanzó el plomo para el último soldadito
y lo tuvo que dejar sin una pierna.
Pronto, los soldaditos se encontraban en la
vitrina de una tienda de juguetes. Un señor los
compró para regalárselos a su hijo de
cumpleaños. Cuando el niño abrió la caja, en
presencia de sus hermanos, el soldadito sin
pierna le llamó mucho la atención.
El soldadito se encontró de pronto frente a un
castillo de cartón con cisnes flotando a su
alrededor en un lago de espejos.
Frente a la entrada había una preciosa bailarina
de papel. Llevaba una falda rosada de tul y una
banda azul sobre la que brillaba una lentejuela.
La bailarina tenía los brazos alzados y una
pierna levantada hacia atrás, de tal manera que
no se le alcanzaba a ver. ¡Era muy hermosa!
Es la chica para mí, pensó el soldadito de
plomo, convencido de que a la bailarina le
faltaba una pierna como a él. Esa noche, cuando
ya todos en la casa se habían ido a dormir, los
juguetes comenzaron a divertirse. El cascanueces
hacía piruetas mientras que los demás juguetes
bailaban y corrían por todas partes.
Los únicos juguetes que no se movían eran el
soldadito de plomo y la hermosa bailarina de
papel. Inmóviles, se miraban el uno al otro. De
repente, dieron las doce de la noche. La tapa de
la caja de sorpresas se abrió y de ella saltó
un duende con expresión malvada.
-¿Tú qué miras, soldado? -gritó. El soldadito
siguió con la mirada fija al frente.
-Está bien. Ya verás lo que te pasará mañana
-anunció el duende.
A la mañana siguiente, el niño jugó un rato
con su soldadito de plomo y luego lo puso en el
borde de la ventana, que estaba abierta. A lo
mejor fue el viento, o quizás fue el duende malo,
lo cierto es que el soldadito de plomo se cayó a
la calle.
El niño corrió hacia la ventana, pero desde el
tercer piso no se alcanzaba a ver nada.
-¿Puedo bajar a buscar a mi soldadito? -preguntó
el niño a la criada. Pero ella se negó, pues
estaba lloviendo muy fuerte para que el niño
saliera. La criada cerró la ventana y el niño
tuvo que resignarse a perder su juguete.
Afuera, unos niños de la calle jugaban bajo la
lluvia. Fueron ellos quienes encontraron al
soldadito de plomo cabeza abajo, con el fusil
clavado entre dos adoquines.
-¡Hagámosle un barco de papel! -gritó uno de
los chicos. Llovía tan fuerte que se había
formado un pequeño río por los bordes de las
calles. Los chicos hicieron un barco con un viejo
periódico, metieron al soldadito allí y lo
pusieron a navegar.
El sodadito permanecía erguido mientras el
barquito de papel se dejaba llevar por la
corriente. Pronto se metió en una alcantarilla y
por allí siguió navegando.
¿A dónde iré a parar? pensó el soldadito. El
culpable de esto es el duende malo. Claro que no
me importaría si estuviera conmigo la hermosa
bailarina.
En ese momento, apareció una rata enorme.
-¡Alto ahí! -gritó con voz chillona-. Págame
el peaje.
Pero el soldadito de plomo no podía hacer nada
para detenerse. El barco de papel siguió
navegando por la alcantarilla hasta que llegó al
canal. Pero, ya estaba tan mojado que no pudo
seguir a flote y empezó a naufragar. Por fin, el
papel se deshizo completamente y el erguido
soldadito de plomo se hundió en el agua. Justo
antes de llegar al fondo, un pez gordo se lo
tragó.
-¡Qué oscuro está aquí dentro! -dijo el
soldadito de plomo-. ¡Mucho más oscuro que en
la caja de juguetes!
El pez, con el soldadito en el estómago, nadó
por todo el canal hasta llegar al mar. El
soldadito de plomo extrañaba la habitación de
los niños, los juguetes, el castillo de cartón
y extrañaba sobre todo a la hermosa bailarina.
Creo que no los volveré a ver nunca más,
suspiró con tristeza. El soldadito de plomo no
tenía la menor idea de dónde se hallaba. Sin
embargo, la suerte quiso que unos pescadores
pasaran por allí y atraparan al pez con su red.
El barco de pesca regresó a la ciudad con su
cargamento. Al poco tiempo, el pescado fresco ya
estaba en el mercado; justo donde hacía las
compras la criada de la casa del niño. Después
de mirar la selección de pescados, se decidió
por el más grande: el que tenía al soldadito de
plomo adentro.
La criada regresó a la casa y le entregó el
pescado a la cocinera.
-¡Qué buen pescado! -exclamó la cocinera.
Enseguida, tomó un cuchillo y se dispuso a
preparar el pescado para meterlo al horno.
-Aquí hay algo duro -murmuró. Luego, llena de
sorpresa, sacó al soldadito de plomo.
La criada lo reconoció de inmediato.
-¡Es el soldadito que se le cayó al niño por
la ventana! -exclamó.
El niño se puso muy feliz cuando supo que su
soldadito de plomo había aparecido. El soldadito,
por su parte, estaba un poco aturdido. Había
pasado tanto tiempo en la oscuridad. Finalmente,
se dio cuenta de que estaba de nuevo en casa. En
la mesa vio los mismos juguetes de siempre, y
también el castillo con el lago de espejos. Al
frente estaba la bailarina, apoyada en una pierna.
Habría llorado de la emoción si hubiera tenido
lágrimas, pero se limitó a mirarla. Ella lo
miraba también.
De repente, el hermano del niño agarró al
soldadito de plomo diciendo:
-Este soldado no sirve para nada. Sólo tiene una
pierna. Además, apesta a pescado.
Todos vieron aterrados cómo el muchacho arrojaba
al soldadito de plomo al fuego de la chimenea. El
soldadito cayó de pie en medio de las llamas.
Los colores de su uniforme desvanecían a medida
que se derretía. De pronto, una ráfaga de
viento arrancó a la bailarina de la entrada del
castillo y la llevó como a un ave de papel hasta
el fuego, junto al soldadito de plomo. Una
llamarada la consumió en un segundo.
A la mañana siguiente, la criada fue a limpiar
la chimenea. En medio de las cenizas encontró un
pedazo de plomo en forma de corazón. Al lado,
negra como el carbón, estaba la lentejuela de la
bailarina.