Un
anochecer caminaba un joven tambor por el campo,
completamente solo, y, al llegar a la orilla de
un lago, vio tendidas en ellas tres diminutas
prendas de ropa blanca. «Vaya unas prendas
bonitas!», se dijo, y se guardó una en el
bolsillo. Al llegar a su casa, metióse en la
cama, sin acordarse, ni por un momento, de su
hallazgo. Pero cuando estaba a punto de dormirse,
parecióle que alguien pronunciaba su nombre.
Aguzó el oído y pudo percibir una voz dulce y
suave que le decía: - ¡Tambor, tambor,
despierta!
Como era noche oscura, no pudo ver a nadie; pero
tuvo la impresión de que una figura se movía
delante de su cama.
- ¿Qué quieres? -preguntó.
- Devuélveme mi camisita -respondió la voz-; la
que me quitaste anoche junto al lago.
- Te la daré sí me dices quién eres -respondió
el tambor.
- ¡Ah! clamó la voz-. Soy la hija de un
poderoso rey; pero caí en poder de una bruja y
vivo desterrada en la montaña de cristal. Todos
los días, mis dos hermanas y yo hemos de ir a
bañarnos al lago; pero sin mi camisita no puedo
reemprender el vuelo. Mis hermanas se marcharon
ya; pero yo tuve que quedarme. Devuélveme la
camisita, te lo ruego.
- Tranquilízate, pobre niña -dijo el tambor-.
Te la daré con mucho gusto-. Y, sacándosela del
bolsillo, se la alargó en la oscuridad. Cogióla
ella y se dispuso a retirarse.
- Aguarda un momento -dijo el muchacho-. Tal vez
pueda yo ayudarte.
- Sólo podrías hacerlo subiendo a la cumbre de
la montaña de cristal y arrancándome del poder
de la bruja. Pero a la montaña no podrás llegar;
aún suponiendo que llegaras al pie, jamás
lograrías escalar la cumbre.
- Para mí, querer es poder -dijo el tambor-. Me
inspiras lástima, y yo no le temo a nada. Pero
no sé el camino que conduce a la montaña.
- El camino atraviesa el gran bosque poblado de
ogros respondió la muchacha-. Es cuanto puedo
decirte-. Y la oyó alejarse.
Al clarear el día púsose el soldadito en camino.
Con el tambor colgado del hombro, adentróse, sin
miedo, en la selva y, viendo, al cabo de buen
rato de caminar por ella, que no aparecía
ningún gigante, pensó: «Será cosa de
despertar a esos dormilones».
Puso el tambor ni posición y empezó a
redoblarlo tan vigorosamente, que las aves
remontaron el vuelo con gran algarabía. Poco
después se levantaba un gigante, tan alto como
un pino, que había estado durmiendo sobre la
hierba.
- ¡Renacuajo! -le gritó-, ¿cómo se te ocurre
meter tanto ruido y despertarme del mejor de los
sueños?
- Toco -respondió el tambor- para indicar el
camino a los muchos millares que me siguen.
- ¿Y qué vienen a buscar a la selva? -preguntó
el gigante.
- Quieren exterminamos y limpiar el bosque de las
alimañas de tu especie.
- ¡Vaya! -exclamó el monstruo-. Os mataré a
pisotones, como si fueseis hormigas.
- ¿Crees que podrás con nosotros? -replicó el
tambor-. Cuando te agaches para coger a uno, se
te escapará y se ocultará; y en cuanto te eches
a dormir, saldrán todos de los matorrales y se
te subirán encima. Llevan en el cinto un
martillo de hierro y te partirán el cráneo.
Preocupóse el gigante y pensó: «Si no procuro
entenderme con esta gentecilla astuta, a lo mejor
salgo perdiendo. A los osos y los lobos les
aprieto el gaznate; pero ante los gusanillos de
la tierra estoy indefenso». Oye, pequeño -prosiguió
en alta voz-, retírate, y te prometo que en
adelante os dejaré en paz a ti y a los tuyos;
además, si tienes algún deseo que satisfacer,
dímelo y te ayudaré.
- Tienes largas piernas -dijo el tambor- y puedes
correr más que yo. Si te comprometes a llevarme
a la montaña de cristal, tocaré señal de
retirada, y por esta vez los míos te dejarán en
paz.
- Ven, gusano -respondió el gigante-, súbete en
mi hombro y te llevaré adonde quieras.
Levantólo y, desde la altura, nuestro soldado se
puso a redoblar con todas sus fuerzas. Pensó el
gigante: «Debe de ser la señal de que se
retiren los otros». Al cabo de un rato salióles
al encuentro un segundo gigante que, cogiendo al
tamborcillo, se lo puso en el ojal. El soldado se
agarró al botón, que era tan grande como un
plato, y se puso a mirar alegremente en derredor.
Luego se toparon con un tercero, el cual sacó al
hombrecillo del ojal y se lo colocó en el ala
del sombrero; y ahí tenemos a nuestro soldado,
paseando por encima de los pinos. Divisó a lo
lejos una montaña azul y pensó: «Ésa debe de
ser la montaña de cristal», y, en efecto, lo
era. El gigante dio unos cuantos pasos y llegaron
al pie del monte, donde se apeó el tambor. Ya en
tierra, pidió al grandullón que lo llevase a la
cumbre; pero el grandullón sacudió la cabeza y,
refunfuñando algo entre dientes, regresó al
bosque.
Y ahí tenemos al pobre tambor ante la montaña,
tan alta como si hubiesen puesto tres, una encima
de otra, y, además, lisa como un espejo. ¿Cómo
arreglárselas? Intentó la escalada, pero en
vano, resbalaba cada vez. «¡Quién tuviese alas!»
-suspiró; pero de nada sirvió desearlo; las
alas no le crecieron. Mientras estaba perplejo
sin saber qué hacer, vio a poca distancia dos
hombres que disputaban acaloradamente.
Acercándose a ellos, se enteró de que el motivo
de la riña era una silla de montar colocada en
el suelo y que cada uno quería para sí.
- ¡Qué necios sois! -díjoles-. Os peleáis por
una silla y ni siquiera tenéis caballo.
- Es que la silla merece la pena -respondió uno
de los hombres-. Quien se suba en ella y
manifiesta el deseo de trasladarse adonde sea,
aunque se trate del fin del mundo, en un instante
se encuentra en el lugar pedido. La silla es de
los dos, y ahora me toca a mí montarla, pero
éste se opone.
- Yo arreglaré la cuestión -dijo el tambor; se
alejó a cierta distancia y clavó un palo blanco
en el suelo. Luego volvió a los hombres y dijo:
- El palo es la meta; el que primero llegue a
ella, ése montará antes que el otro.
Emprendieron los dos la carrera, y en cuanto se
hubieron alejado un trecho, nuestro mozo se
subió en la silla y, expresando el deseo de ser
transportado a la cumbre de la montaña de
cristal, encontróse en ella en un abrir y cerrar
de ojos. La cima era una meseta, en la cual se
levantaba una vieja casa de piedra; delante de la
casa se extendía un gran estanque y detrás
quedaba un grande y tenebroso bosque. No vio
seres humanos ni animales; reinaba allí un
silencio absoluto, interrumpido solamente por el
rumor del viento entre los árboles, y las nubes
se deslizaban raudas, a muy poca altura, sobre su
cabeza. Se acercó a la puerta y llamó. A la
tercera llamada se presentó a abrir una vieja de
cara muy morena y ojos encarnados; llevaba
anteojos cabalgando sobre su larga nariz y
mirándolo con expresión escrutadora, le
preguntó qué deseaba.
- Entrada, comida y cama -respondió el tambor.
- Lo tendrás -replicó la vieja- si te avienes
antes a hacer tres trabajos.
- ¿Por qué no? -dijo él-. No me asusta ningún
trabajo por duro que sea.
Franqueóle la mujer el paso, le dio de comer y,
al llegar la noche, una cama. Por la mañana,
cuando ya estaba descansado, la vieja se sacó un
dedal del esmirriado dedo, se lo dio y le dijo: -
Ahora, a trabajar. Con este dedal tendrás que
vaciarme todo el estanque. Debes terminar antes
del anochecer, clasificando y disponiendo por
grupos todos los peces que contiene.
- ¡Vaya un trabajo raro! -dijo el tambor, y se
fue al estanque para vaciarlo. Estuvo trabajando
toda la mañana; pero, ¿qué puede hacerse con
un dedal ante tanta agua, aunque estuviera uno
vaciando durante mil años? A mediodía pensó:
«Es inútil; lo mismo da que trabaje como que lo
deje.», y se sentó a la orilla. Vino entonces
de la casa una muchacha y, dejando a su lado un
cestito con la comida, le dijo: - ¿Qué ocurre,
pues te veo muy triste?
Alzando él la mirada, vio que la doncella era
hermosísima, -¡Ay! -le respondió-. Si no puedo
hacer el primer trabajo, ¿cómo serán los otros?
Vine para redimir a una princesa que debe habitar
aquí; pero no la he encontrado. Continuaré mi
ruta.
- Quédate -le dijo la muchacha-, yo te sacaré
del apuro. Estás cansado; reclina la cabeza
sobre mi regazo, y duerme. Cuando despiertes, la
labor estará terminada.
El tambor no se lo hizo repetir, y, en cuanto se
le cerraron los ojos, la doncella dio la vuelta a
una sortija mágica y pronunció las siguientes
palabras: -Agua, sube. Peces, afuera.
Inmediatamente subió el agua, semejante a una
blanca niebla, y se mezcló con las nubes,
mientras los peces coleteaban y saltaban a la
orilla, colocándose unos al lado de otros,
distribuidos por especies y tamaños. Al
despertarse, el tambor comprobó, asombrado, que
ya estaba hecho todo el trabajo. Pero la muchacha
le dijo:
- Uno de los peces no está con los suyos, sino
solo. Cuando la vieja venga esta noche a
comprobar si está listo el trabajo que te
encargó, te preguntará: «¿Qué hace este pez
aquí solo?». Tíraselo entonces a la cara,
diciéndole: «¡Es para ti, vieja bruja!».
Presentóse la mujer a la hora del crepúsculo y,
al hacerle la pregunta, el tambor le arrojó el
pez a la cara. Simuló ella no haberlo notado y
nada dijo; pero de sus ojos escapóse una mirada
maligna.
A la mañana siguiente lo llamó de nuevo: - Ayer
te saliste fácilmente con la tuya; pero hoy
será más difícil. Has de talarme todo el
bosque, partir los troncos y disponerlos en
montones; y debe quedar terminado al anochecer.
Y le dio un hacha, una maza y una cuña; pero la
primera era de plomo, y las otras, de hojalata. A
los primeros golpes, las herramientas se
embotaron y aplastaron, dejándolo desarmado.
Hacia mediodía, volvió la muchacha con la
comida y lo consoló: - Descansa la cabeza en mi
regazo y duerme; cuando te despiertes, el trabajo
estará hecho.
Dio vuelta al anillo milagroso, y, en un instante,
desplomóse el bosque entero con gran estruendo,
partiéndose la madera por sí sola y
estibándose en montones; parecía como si
gigantes invisibles efectuasen la labor. Cuando
se despertó, díjole la doncella: - ¿Ves? La
madera está partida y amontonada; sólo queda
suelta una rama. Cuando, esta noche, te pregunte
la vieja por qué, le das un estacazo con la rama
y le respondes: «¡Esto es para ti, vieja bruja!».
Vino la vieja: - ¿Ves -le dijo- qué fácil
resultó el trabajo? Pero, ¿qué hace ahí esa
rama?
- ¡Es para ti, vieja bruja! -respondióle el
mozo, dándole un golpe con ella.
La mujer hizo como si no lo sintiera, y, con una
risa burlona, le dijo: - Mañana harás un
montón de toda esta leña, le prenderás fuego y
habrá de consumirse completamente.
Levantóse el tambor a las primeras luces del
alba para acarrear la leña; pero, ¿cómo podía
un hombre solo transportar todo un bosque? El
trabajo no adelantaba. Pero la muchacha no lo
abandonó en su cuita; trájole a mediodía la
comida y, después que la hubo tomado, sentóse,
con la cabeza en su regazo, y se quedó dormido.
Cuando se despertó, ardía toda la pira en
llamas altísimas, cuyas lenguas llegaban al
cielo. - Escúchame -le dijo la doncella-: cuando
venga la bruja, te mandará mil cosas; haz, sin
temor, cuanto te ordene; sólo así no podrá
nada contigo; pero si tienes miedo, serás
víctima del fuego. Finalmente, cuando ya lo
hayas realizado todo, la agarras con ambas manos
y la arrojas a la hoguera.
Marchóse la muchacha y, a poco, presentóse la
vieja: - ¡Uy, qué frío tengo! -exclamó-. Pero
ahí arde un fuego que me calentará mis viejos
huesos. ¡Qué bien! Allí veo un tarugo que no
quema; sácalo. Si lo haces, quedarás libre y
podrás marcharte adonde quieras. ¡Ala, adentro
sin miedo!
El tambor no se lo pensó mucho y saltó en medio
de las llamas; pero éstas no lo quemaron, ni
siquiera le chamuscaron el cabello. Cogió el
tarugo y lo sacó de la pira. Mas apenas la
madera hubo tocado el suelo, transformóse, y
nuestro mozo vio de pie ante él a la hermosa
doncella que le había ayudado en los momentos
difíciles. Y por los vestidos de seda y oro que
llevaba, comprendió que se trataba de la
princesa. La vieja prorrumpió en una carcajada
diabólica y dijo: - Piensas que ya es tuya; pero
no lo es todavía.
Y se disponía a lanzarse sobre la doncella para
llevársela; pero él agarró a la bruja con
ambas manos, levantóla en el aire y la arrojó
entre las llamas, que enseguida se cerraron sobre
ella, como ávidas de devorar a la hechicera.
La princesa se quedó mirando al tambor, y, al
ver que era un mozo gallardo y apuesto, y
pensando que se había jugado la vida para
redimirla, alargándole la mano le dijo: - Te has
expuesto por mí; ahora, yo lo haré por ti. Si
me prometes fidelidad, serás mi esposo. No nos
faltarán riquezas; tendremos bastantes con las
que la bruja ha reunido aquí.
Condújolo a la casa, donde encontraron cajas y
cajones repletos de sus tesoros. Dejaron el oro y
la plata, y se llevaron únicamente las piedras
preciosas. No queriendo permanecer por más
tiempo en la montaña de cristal, dijo el tambor
a la princesa: - Siéntate en mi silla y
bajaremos volando como aves.
- No me gusta esta vieja silla -respondió ella-.
Sólo con dar vuelta a mi anillo mágico estamos
en casa.
- Bien -asintió él-; entonces, pide que nos
sitúe en la puerta de la ciudad. Estuvieron en
ella en un santiamén, y el tambor dijo: - Antes
quiero ir a ver a mis padres y darles la noticia.
Aguárdame tú aquí en el campo; no tardaré en
regresar.
- ¡Ay! -exclamó la doncella-. Ve con mucho
cuidado; cuando llegues a casa, no beses a tus
padres en la mejilla derecha, si lo hicieses, te
olvidarías de todo, y yo me quedaría sola y
abandonada en el campo.
- ¿Cómo es posible que te olvide? -contestó
él; y le prometió estar muy pronto de vuelta.
Cuando llegó a la casa paterna, nadie lo
conoció. ¡Tanto había cambiado! Pues resulta
que los tres días que pasara en la montaña
habían sido, en realidad, tres largos años.
Diose a conocer, y sus padres se le arrojaron al
cuello locos de alegría; y estaba el mozo tan
emocionado que, sin acordarse de la
recomendación de su prometida, los besó en las
dos mejillas. Y en el momento en que estampó el
beso en la mejilla derecha, borrósele por
completo de la memoria todo lo referente a la
princesa. Vaciándose los bolsillos, puso sobre
la mesa puñados de piedras preciosas, tantas,
que los padres no sabían qué hacer con tanta
riqueza. El padre edificó un magnífico castillo
rodeado de jardines, bosques y prados, como si se
destinara a la residencia de un príncipe. Cuando
estuvo terminado, dijo la madre: - He elegido una
novia para ti; dentro de tres días celebraremos
la boda.
El hijo se mostró conforme con todo lo que
quisieron sus padres. La pobre princesa estuvo
aguardando largo tiempo a la entrada de la ciudad
la vuelta de su prometido. Al anochecer, dijo: -
Seguramente ha besado a sus padres en la mejilla
derecha, y me ha olvidado.
Llenóse su corazón de tristeza y pidió volver
a la solitaria casita del bosque, lejos de la
Corte de su padre. Todas las noches volvía a la
ciudad y pasaba por delante de la casa del joven,
él la vio muchas veces, pero no la reconoció.
Al fin, oyó que la gente decía: - Mañana se
celebra su boda. «Intentaré recobrar su
corazón», pensó ella. Y el primer día de la
fiesta, dando vuelta al anillo mágico, dijo: -
Quiero un vestido reluciente como el sol.
En seguida tuvo el vestido en sus manos; y su
brillo era tal, que parecía tejido de puros
rayos. Cuando todos los invitados se hallaban
reunidos, entró ella en la sala. Todos los
presentes se admiraron al contemplar un vestido
tan magnífico; pero la más admirada fue la
novia, cuyo mayor deseo era el conseguir aquellos
atavíos. Se dirigió, pues, a la desconocida y
le preguntó si quería venderlo.
- No por dinero -respondió ella-, pero os lo
daré si me permitís pasar la noche ante la
puerta de la habitación del novio.
La novia, con el afán de poseer la prenda,
accedió; pero mezcló un somnífero en el vino
que servíase al novio, por lo que éste quedó
sumido en profundo sueño. Cuando ya reinó el
silencio en todo el palacio, la princesa,
pegándose a la puerta del aposento y
entreabriéndola, dijo en voz alta:
«Tambor mío, escucha mis palabras.
¿Te olvidaste de tu amada,
la de la montaña encantada?
¿De la bruja no te salvé, mi vida?
¿No me juraste fidelidad rendida?
Tambor mío, escucha mis palabras».
Pero todo fue en vano; el tambor no se despertó,
y, al llegar la mañana, la princesa hubo de
retirarse sin haber conseguido su propósito. Al
atardecer del segundo día, volvió a hacer girar
el anillo y dijo: - Quiero un vestido plateado
como la luna.
Y cuando se presentó en la fiesta en su nuevo
vestido, que competía con la luna en suavidad y
delicadeza, despertó de nuevo la codicia de la
novia, logrando también su conformidad de que
pasase la segunda noche ante la puerta del
dormitorio. Y, en medio del silencio nocturno,
volvió a exclamar:
«Tambor mío, escucha mis palabras.
¿Te olvidaste de tu amada,
la de la montaña encantada?
¿De la bruja no te salvé, mi vida?
¿No me juraste fidelidad rendida?
Tambor mío, escucha mis palabras».
Pero el tambor, bajo los efectos del narcótico,
no se despertó tampoco, y la muchacha, al llegar
la mañana, hubo de regresar. tristemente, a su
casa del bosque.
Pero las gentes del palacio habían oído las
lamentaciones de la princesa y dieron cuenta de
ello al novio, diciéndole también que a él le
era imposible oírla, porque en el vino que se
tomaba al acostarse mezclaban un narcótico. Al
tercer día, la princesa dio vuelta al prodigioso
anillo y dijo: - Quiero un vestido centelleante
como las estrellas.
Al aparecer en la fiesta, la novia quedó
anonadada ante la magnificencia del nuevo traje,
mucho más hermoso que los anteriores, y dijo: -
Ha de ser mío, y lo será.
La princesa se lo cedió como las veces
anteriores, a cambio del permiso de pasar la
noche ante la puerta del aposento del novio.
Éste. empero, no se tomó el vino que le
sirvieron al ir a acostarse, sino que lo vertió
detrás de la cama. Y cuando ya en toda la casa
reinó el silencio, pudo oír la voz de la
doncella, que le decía:
«Tambor mío, escucha mis palabras.
¿Te olvidaste de tu amada,
la de la montaña encantada?
¿De la bruja no te salvé, mi vida?
¿No me juraste fidelidad rendida?
Tambor mío, escucha mis palabras».
Y, de repente, recuperó la memoria. - ¡Ay -exclamó-,
cómo es posible que haya obrado de un modo tan
desleal! Tuvo la culpa el beso que di a mis
padres en la mejilla derecha; él me aturdió.
Y, precipitándose a la puerta y tomando de la
mano a la princesa, la llevó a la cama de sus
padres. - Ésta es mi verdadera prometida -les
dijo-, y si no me caso con ella, cometeré una
grandísima injusticia.
Los padres, al enterarse de todo lo sucedido,
dieron su consentimiento. Fueron encendidas de
nuevo las luces de la sala, sonaron tambores y
trompetas, envióse invitación a amigos y
parientes, y celebróse la boda con la mayor
alegría. La otra prometida se quedó con los
hermosos vestidos, y con ellos se dio por
satisfecha