Entonces el soberano, con aire
doliente, explicó al visitante el problema que
le había caído encima a causa de su guerra con
los enanos del país vecino. Y como Gulliver
había cobrado simpatía a los liliputienses,
replicó:
-En este momento me considero en mi casa, señor;
por lo tanto, voy a defenderla. ¿Dónde están
los enemigos de Liliput, que desde ahora lo son
míos? En ese momento, a galope de un caballo
diminuto, se presentó un despavorido mensajero.
-¡Majestad!
- anunció, casi sin aliento
-. ¡Sucede algo espantoso! La flota enemiga se
está acercando a nuestra isla, dispuesta a
atacarnos. El rey y Gulliver; seguidos de algunos
cortesanos, subieron a un montecillo desde el que
se divisaba el horizonte; sobre las olas pudieron
descubrir cientos y cientos de diminutos barcos,
muy bien pertrechados, rumbo a Liliput.
- ¡No podremos hacerles frente!
- se lamentaban los liliputienses.
- ¡Acabarán con todos nosotros! Gulliver,
sereno y arrogante, dijo:
- Tranquilos, amigos; permitid que sea yo quien
reciba a la flota. Os aseguro que van a conocer
la derrota. Y ahora id a refugiaos en el bosque y
dejadme solo. Ante el asombro general, le vieron
entrar en el agua y, sin mas que alargar los
brazos, fue apoderándose de los barcos enemigos
con sus enormes manos. Enseguida empezó a
repartir los barcos por sus ropas, como su fueran
avellanas, con sus guerreros dentro. Se llenó
los bolsillos y, los que sobraron, los colgó de
los botones de su levita y hasta puso alguno en
los lazos de los zapatos. Regresó luego a la
playa y fue colocando los barquitos en hilera.
Bien dispuestos ya y plantado ante ellos,
Gulliver exigió:
- ¡Ríndanse si no quieren perecer! Naturalmente,
más muertos que vivos, los enemigos de Liliput
se rindieron como un solo hombre. Viendo tamaña
maravilla, después de lo mucho que aquella
guerra le había hecho sufrir, Lilipín I, con la
voz rota de la emoción, gritó:
- ¡Viva el gran héroe Gulliver! Las gentes,
delirantes de entusiasmo, atronaron la playa con
sus aclamaciones. Los más ancianos abrazaban a
sus hijos, que ya no tendrían que enzarzarse en
guerras, puesto que el enemigo estaba vencido.
Las mujeres lloraban y reían a un tiempo.
Seguidamente, en medio de un gran ceremonial, el
soberano nombró a Gulliver generalísimo de sus
ejércitos.
- Agradezco el honor, Majestad, pero creo que no
vais a necesitar más generales. El enemigo está
vencido y espero que vuestras guerras hayan
terminado para siempre.
- ¿Y que importan las guerras teniéndote a ti
como aliado?
- replicó el monarca, un tanto fanfarrón.
- Sólo seré vuestro aliado si devolvéis la
libertad a los prisioneros. Su rey os dará
palabra de no volver a atacaros. Así sucedió y
los dos monarcas firmaron una paz duradera y
hasta intercambiaron regalos. Luego, el propio
Gulliver puso los barquitos en el agua, con sus
tripulaciones dentro y despidió la flota vencida
agitando su mano.
- es un poco raro el gigante
- pensaba el rey Lilipín I, sin comprender del
todo tanta generosidad.
- ¡Qué gesto tan elegante!
- dijo Lilipina con un largo suspiro, aludiendo a
la generosidad del vencedor. Honrado, aclamado y
querido, Gulliver pasó en Liliput varios años.
El pueblo entero había colaborado en construirle
una gran casa con todas las comodidades. Sin
embargo, el viajero sentía nostalgia de su
patria y de su familia. Por otra parte,
comprendía que con él allí, las provisiones de
los liliputienses corrían el peligro de acabarse,
pues comía el solo tanto como el país entero.
Un día le habló al monarca con toda sinceridad,
manifestando su nostalgia.
- ¡oh, como siento que no quieras quedarte para
siempre, Gulliver! La reina Lilipina, que era
aguda, preguntó con una sonrisa:
- ¿Te irás andando, Gulliver?
- Sabéis que eso es imposible, señora. Pero
algún día puede llegar un barco... Con
frecuencia atisbaba el horizonte desde un
montículo y cierto día apareció el ansiado
barco no lejos de la costa y el viajero le hizo
señales para que se aproximara. El velero se
acercó a la playa y Gulliver se despidió de sus
amigos. Los reyes y el pueblo entero le
entregaron regalos, todos diminutos, pero muy
apreciados por el viajero. Con verdadero afecto
estuvieron en la playa, agitando sus manos, hasta
que vieron la silueta graciosa del velero
perderse en la lejana bruma.