Érase un
labrador tan pobre, tan pobre, que ni siquiera
poseía una vaca. Era el más pobre de la aldea.
Y resulta que un día, trabajando en el campo y
lamentándose de su suerte, apareció un enanito
que le dijo:
-Buen hombre, he oído tus lamentaciones y voy a
hacer que tu fortuna cambie. Toma esta gallina;
es tan maravillosa que todos los días pone un
huevo de oro.
El enanito desapareció sin más ni más y el
labrador llevó la gallina a su corral. Al día
siguiente, ¡oh sorpresa!, encontró un huevo de
oro.
Lo puso en una cestita y se fue con ella a la
ciudad, donde vendió el huevo por un alto precio.
Al día siguiente, loco de alegría, encontró
otro huevo de oro.
¡Por fin la fortuna había entrado a su casa!
Todos los días tenía un nuevo huevo.
Fue así que poco a poco, con el producto de la
venta de los huevos, fue convirtiéndose en el
hombre más rico de la comarca.
Sin embargo, una insensata avaricia hizo presa su
corazón y pensó:
¿Por qué esperar a que cada día la gallina
ponga un huevo?
Mejor la mato y descubriré la mina de oro que
lleva dentro.
Y así lo hizo, pero en el interior de la gallina
no encontró ninguna mina.
A causa de la avaricia tan desmedida que tuvo,
este tonto aldeano malogró la fortuna que tenía.