El
carpintero del corazón de oro
Luis Ángel
Vicente Carnicero
Érase una vez un
pueblo muy, muy lejano, en el que vivía
un carpintero muy especial:
Jonás era el carpintero del barrio y
aunque tenía su pequeño taller varias
calles más abajo, todo el vecindario
sabía que podía acudir a él, ya que
tenía un corazón de oro y ayudaba a la
gente sin pedir nada a cambio, salvo una
sonrisa de agradecimiento.
-La puerta ha quedado perfecta-, indicó
Jonás mientras comprobaba las bisagras
por última vez. A continuación recogió
su caja de herramientas y se despidió de
sus vecinos sin querer cobrarles nada por
el trabajo, ya que sabía que aquella
gente era muy pobre y no tenían apenas
dinero.
Ya en la calle se encontró con Alonso,
su buen amigo el zapatero, con el que se
detuvo a charlar animadamente hasta que
el reloj de la torre de la iglesia le
indicó que era hora de volver a casa. A
su regreso a la carpintería Jonás dejó
la caja de herramientas encima de la mesa
y se quitó el mandil para dejarlo
colgado de una percha de la pared, pero
en ese momento algo llamó poderosamente
su atención: allí, encima de la mesa,
justo al lado de la caja de herramientas,
había una bonita y reluciente moneda de
oro.
-¿Quién habrá olvidado aquí esta
moneda?-, pensó mientras se rascaba la
cabeza con la mano derecha. -Seguramente
se la habrá dejado olvidada alguno de
mis clientes- concluyó mientras cerraba
la puerta del taller para dirigirse a
casa. Jonás pasó toda la noche pensando
quién podría ser el dueño de aquella
moneda y solo se le ocurrió que ya que
no podía saber a quién pertenecía, lo
mejor sería entregársela a Juana, una
señora del barrio, muy pobre y con
muchos hijos; de modo que al día
siguiente, de camino a la carpintería,
entregó la moneda a la mujer que se puso
muy contenta.
Ya en el taller sus tareas le mantuvieron
ocupado hasta la hora de comer y fue en
aquel momento, al dejar el martillo
encima de la mesa, cuando observó un
resplandor dorado similar al del día
anterior, solo que en esta ocasión no se
trataba de una si no de dos enormes y
relucientes monedas de oro. Jonás abrió
unos ojos como platos ya que en esta
ocasión no podía tratarse de otro
descuido de manera que, aún sorprendido,
optó por guardarse las dos monedas en el
bolsillo del pantalón.
Aquella tarde recibió la visita de otro
vecino. El hombre acudía a pagar al
carpintero por haberle arreglado el
tejado de su casa, pero con lágrimas en
los ojos le dijo que le era imposible
pagar, pues no tenía trabajo ni dinero.
Jonás le escuchó atentamente y le
contestó sonriendo: -no debes
preocuparte; no hace falta que me pagues
nada-. El hombre agradecido le abrazó y
Jonás salió a despedirle hasta la calle
de forma que cuando entró de nuevo en el
taller encontró otras dos monedas de oro
brillando encima de la mesa. El
carpintero, incrédulo, se frotó los
ojos al descubrir este nuevo tesoro y
apresuradamente las recogió y se las
guardó en el bolsillo junto a las otras.
Durante toda la noche y el día siguiente
el buen carpintero estuvo buscando una
explicación a lo sucedido y llegó a una
conclusión: cada vez que ayudaba a
alguien, recibía una recompensa en forma
de monedas de oro.
Para tratar de comprobar su teoría
recogió la caja de herramientas y
acudió a la casa de un vecino al que
tenía que arreglarle una ventana. Una
vez en su casa le arregló el marco de la
ventana y no solo no le cobró sino que
además le ajustó una bisagra de la
puerta que chirriaba. Después de recibir
el agradecimiento del buen hombre, Jonás
corrió hacia su taller apresuradamente,
abrió la puerta y....¡¡efectivamente!!,
encima de la mesa aparecían cuatro
monedas de puro oro.
Jonás cerró la puerta tras de sí y la
atrancó con un cerrojo; recogió las
monedas y las guardó juntó con las
demás.
Así fueron pasando los días y Jonás
fue amasando una fortuna, aunque también
y sin darse cuenta, su codicia también
iba en aumento.
Hasta que un buen día el carpintero
entregó una limosna a un ciego a la
puerta de la iglesia y corrió al taller
esperando su recompensa. Cual fue su
sorpresa cuando en lugar de una pieza de
oro lo que había encima de la mesa era
una vulgar moneda de hierro. Confundido,
el carpintero salió de nuevo a la calle
y a la primera persona que se encontró
le entregó una cantidad de dinero aún
mayor que la del ciego; a continuación
entró corriendo al taller y buscó y
rebuscó sus monedas de oro: Revisó el
banco de trabajo, arrojó al suelo toda
la herramienta e incluso se arrodilló
delante de la mesa para buscarlas por el
suelo; pero lo único que halló fueron
dos miserables monedas de hierro.
Enfurecido y aterrado optó por llevar su
tesoro al Banco de la ciudad para ponerlo
a salvo, así que recogió su cofre de
monedas y salió. En el camino se
encontró con su amigo el zapatero que le
saludó cortésmente pero Jonás, mas
preocupado por su dinero que por sus
amigos, no tuvo tiempo de responder al
saludo.
Todos los días acudía el carpintero al
banco a contar sus monedas. Se había
convertido en una persona desconfiada,
malhumorada y con un corazón de hierro.
Pero una mañana, al abrir el cofre,
descubrió que sus amadas monedas doradas
se habían convertido en vulgares monedas
de hierro. Furioso por el engaño pidió
explicaciones pero nadie en el banco se
las pudo dar, de modo que Jonás tuvo que
darse por vencido y echarse a llorar.
Ya de camino a casa, desolado y cargando
con su cofre lleno de monedas sin valor,
cruzó por delante de una pequeña
herrería. Al verle pasar, un viejo
herrero salió a su encuentro para
pedirle una limosna. Jonás le miró de
arriba a abajo y después de pensárselo
unos segundos, sonriendo, le entregó el
cofre. El viejo lo abrió y su cara se
llenó de una gran alegría, ya que con
aquellos trozos de hierro sin valor,
podría forjar decenas de herraduras con
las que poder dar de comer a su familia.
El carpintero le siguió con la mirada
mientras el viejo se alejaba feliz con el
cofre y, mas reconfortado, continuó su
camino. Al llegar a la carpintería se
puso el mandil para comenzar a trabajar y
entonces observó que encima de la mesa
había una reluciente moneda de oro.
De esta manera Jonás aprendió que la
verdadera recompensa está en ayudar y no
en esperar nada a cambio.
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