El
molino de viento Hans
Christian Andersen
En la cima del
cerro había un molino de viento, de
altivo aspecto; y la verdad es que se
sentía muy orgulloso.
-No es que sea orgulloso -decía-, lo que
sí soy muy ilustrado, por fuera y por
dentro.
Tengo el sol y la luna para mi uso
externo y también interno, y además
dispongo de velas de estearina, lámparas
de aceite y bujías de sebo.
Bien puedo decir que soy un molino de
luces; un ser inteligente y tan perfecto,
que da gusto. Tengo en el pecho una rueda,
y cuatro alas dispuestas sobre la cabeza,
inmediatamente debajo del sombrero. Las
aves, en cambio, poseen sólo dos, y las
llevan en la espalda. De nacimiento soy
holandés, bien se nota por mi figura; un
holandés volante que, como no ignoro,
figura entre los seres sobrenaturales, y,
con todo, soy perfectamente natural.
Tengo una galería alrededor del
estómago y una vivienda en la parte
inferior; en ella habitan mis
pensamientos. Al más fuerte de ellos, el
que manda y domina, lo llaman los demás
«el molinero». Ése sabe lo que se trae
entre manos, y está muy por encima de la
harina y la sémola; sin embargo, tiene a
su compañera, la «molinera». Ella es
el corazón; no corre sin ton ni son de
un lado para otro, pues también ella
sabe lo que quiere y lo que puede; es
suave como una leve brisa, y fuerte como
un vendaval; es prudente y logra imponer
su voluntad.
Es mi sentido de la suavidad, el padre es
el de la dureza. Aunque son dos, forman
una sola persona, y entre ellos se llaman
«mi mitad». Tienen hijos: pequeños
pensamientos que crecerán. ¡Cuántas
diabluras cometen los rapaces! No hace
mucho me sentía deprimido e hice que el
padre y sus oficiales examinasen mi
mecanismo y la rueda que tengo en el
pecho; quería saber lo que me ocurría,
pues algo en mí no marchaba como debiera,
y conviene vigilarse; los pequeñuelos
metieron un ruido infernal, cosa muy
enfadosa cuando se vive en la cumbre de
una colina.
Hay que contar con que todos te ven, y no
se debe despreciar la opinión pública.
Pero, como iba diciendo, los chiquillos
cometieron una de travesuras...
El más chiquitín se me subió sobre el
sombrero, y armó tal alboroto que me
daba cosquillas. Los pensamientos chicos
pueden crecer, lo sé por experiencia.
Y de fuera vienen también pensamientos,
y no precisamente de mi linaje, pues no
veo a ningún pariente en todo lo que
alcanza mi vista; estoy sólo.
Pero las casas sin alas, donde no se oye
el girar de la rueda, tienen también
pensamientos que vienen a reunirse con
los míos y se enamoran unos de otros,
como suele decirse.
Es bien asombroso. ¡La de cosas
extrañas que hay en el mundo!
No sé si me ha venido de dentro o de
fuera, pero el hecho es que ha habido un
cambio en mi mecanismo.
Es algo así como si el padre hubiese
cambiado su mitad, como si hubiera venido
un sentido más dulce aún, una
compañera más amorosa, joven y buena y,
sin embargo, la misma, pero más dulce y
más piadosa a medida que pasa el tiempo.
Lo amargo se ha evaporado; el conjunto
resulta muy agradable.
Van y vienen los días, cada vez más
claros y alegres, hasta que -sí, dicho y
escrito está- llegará uno en que todo
habrá terminado para mí, aunque no del
todo. Me derribarán para reconstruirme,
nuevo y mejor. Desapareceré, pero
seguiré viviendo. Seré distinto y, no
obstante, seré el mismo.
Esto me resulta muy difícil de
comprender, pese a toda mi ilustración y
a que me iluminan el sol, la luna, la
estearina, el aceite y el sebo.
Mis viejas paredes y habitaciones
volverán a alzarse de entre los
escombros.
Espero que conservaré mis antiguos
pensamientos: el molinero, la madre, los
mayores y los chicos, la familia, como
los llamo en conjunto, uno y, sin embargo,
tantos, todo el conjunto de pensamientos,
que ya me es imprescindible.
Y tengo que seguir también siendo yo
mismo, con la rueda en el pecho, las alas
sobre la cabeza, la galería en torno al
estómago; de otro modo no me
reconocería, y tampoco me reconocerían
los demás, y no podrían decir: «Ahí
tenemos el molino en la colina, tan
apuesto pero nada orgulloso».
Todo esto dijo el molino, y muchas cosas
más; pero lo más importante es lo que
hemos apuntado.
Y vinieron los días y se fueron, hasta
que llegó el último. Estalló un
incendio en el molino; se elevaron las
llamas, proyectándose hacia fuera y
hacia dentro, lamiendo las vigas y
planchas y devorándolas. Se desplomó el
edificio, y no quedó de él más que un
montón de cenizas. De él se levantaba
una columna de humo, que el viento
dispersó.
Lo que de vivo había en el molino, vivo
quedó, y, en vez de sufrir daños, más
bien salió ganando. La familia del
molinero, un alma con muchos pensamientos,
se construyó un molino nuevo y hermoso
para su servicio, de aspecto exactamente
igual al anterior, por lo que la gente
decía: «Ahí está el molino de la
colina, altivo y apuesto». Pero estaba
mejor construido, más a la moderna, pues
los tiempos progresan. Los viejos maderos,
carcomidos y esponjosos, yacían
convertidos en polvo y ceniza; el cuerpo
del molino no volvió a levantarse, como
él había creído; había dado fe a las
palabras, pero no hay que tomar las cosas
tan al pie de la letra.
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