Garabato
y la Luna
El gato Garabato -que duerme en un zapato-
salía cada noche al tejado a mirar la
Luna.
La miraba durante mucho, mucho rato. La
contemplaba casi sin pestañear. La
observaba detenidamente intentando
adivinar cómo sería vivir en ella y
pasear por allá arriba.
Y pensaba Garabato -ronroneando en su
zapato- que, tal vez, quizás, a lo mejor,
podría ir hasta la Luna y saciar su
curiosidad.
-Mañana mismo probaré dando un graaaan
salto -decidió una noche y al día
siguiente subió al tejado más alto que
encontró, miró fijamente a la Luna,
calculó la dirección, tomó impulso y
saltó. Durante un rato Garabato subió,
y subió, y siguió subiendo y luego
cayó, y cayó, y siguió cayendo hasta
acabar en medio de un enorme charco.
-Quizás sea mejor ir volando -se dijo-
mañana probaré con globos -. Y a la
noche siguiente Garabato infló diez
globos rojos, se los ató bien atados a
la cintura y comenzó a subir, y a subir,
y a subir.
Y siguió subiendo mucho rato hasta que
una ráfaga de viento lo llevó hasta un
pararrayos y ¡BUM! ¡BUM! ¡BUM! Uno
tras otro fueron explotando todos los
globos y Garabato se quedó sobre el
tejado con cara de tonto.
Durante varios días Garabato siguió
intentando ir a la Luna: lanzándose con
un gran tirachinas, agarrándose a un
avión, construyéndose un cohete y hasta
con una escoba que nunca voló. Nada de
eso funcionó y Garabato triste, muy
triste, finalmente, se rindió.
Una fría noche de invierno Garabato
preguntó a la Luna:
-Ya que yo no puedo subir
¿No
podrias bajar tú?
Y justo en ese momento se puso a nevar y,
en muy poco tiempo, se quedó todo blanco,
blanquísimo, tan blanco como la Luna y
Garabato, que nunca había visto la nieve,
creyó que la Luna estaba bajando a la
Tierra.
¡Qué maravilla! ¡Qué preciosidad! La
Luna era justo como se había imaginado:
blandita, fría y blanca. Garabato paseó,
saltó, correteó, y cuando se cansó
volvió a su zapato, se ovilló y se
quedó dormido con una enorme sonrisa y
con la Luna soñó.
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