Juan
Soldado
Juan era un muchacho que se había ido de
soldado desde muy chico, pero un día
decidió irse a correr mundo, pidiéndole
a su general que le diera licencia para
dejar el ejército. Pero como al poco
tiempo se le acabó el sueldo que le
habían pagado, se vio pobre y
desconsolado. Entonces se puso a pensar
en voz alta:
Sería capaz de venderle mi alma al
diablo con tal que me diera dinero.
Y el diablo, que no está sordo, se le
apareció al momento vestido de
terciopelo colorado, con capa y un
capuchón por donde se le asomaban los
cuernos, y le dijo:
Yo puedo darte todo lo que deseas,
pero antes tengo que asegurarme de qué
eres valiente.
Juan Soldado como prueba le enseñó las
cicatrices de las heridas que había
recibido en el campo de batalla, pero el
diablo no se dio por satisfecho.
Y que va viendo Juan Soldado un chango
grandísimo como orangután que trató de
darle de palos con un garrote, pero Juan
ni tardo ni perezoso, le clavó la
bayoneta de su fusil dejándolo muerto en
el acto.
Veo le dijo el individuo rojo
que eres valiente, y desde hoy cuenta con
que tendrás lo que quieras, siempre que
cumplas estas condiciones: te pondrás el
vestido que llevo puesto, y siempre que
metas mano al bolsillo lo hallarás lleno
de dinero; te cubrirás con la piel del
mono que acabas de matar, y durante diez
años no te lavarás, ni peinarás, ni te
cortarás el pelo ni la barba. Si en esos
diez años cometes una mala acción, tu
alma será mía; y si eres bueno, al cabo
de ese tiempo serás completamente
dichoso.
Aceptó Juan Soldado las condiciones del
diablo con tal de tener dinero. Sin
perder tiempo se vistió de diablo y
metiéndose las manos en los bolsillos
los encontró repletos de relucientes
monedas de oro. Después desolló al
chango, se puso la piel de abrigo y se
alejó muy contento mientras el diablo
desaparecía dejando un fuerte olor a
azufre.
Con el tiempo Juan Soldado se dio cuenta
que siempre que sacaba dinero de los
bolsillos se volvía a llenar de monedas
de oro, así que decidió hacer un
entierrito para cuando terminara su
compromiso con el diablo. Buscó en el
campo un árbol cerca de una peña que le
sirviera de señal y haciendo un pozo, de
cuando en cuando, iba a echar allí
dinero. Andaba feliz, pero no podía
gozar bastante de su dinero pues estaba
tan feo que muchos le tenían miedo.
Un día que Juan Soldado estaba en el
campo enterrando monedas vio a un hombre
de muy mala catadura que con un puñal lo
amenazó diciéndole:
¡Manos arriba! A la buena o a la
mala me tienes que entregar todo el
dinero que tienes enterrado.
Pues lo veremos, ya ves que no soy
manco le contestó Juan Soldado.
Y diciendo y haciendo se le echó encima
y los dos se agarraron a golpes, por fin
Juan Soldado logró sujetarlo por el
cuello hasta que casi lo ahorca. Pero
entonces el hombre, que no era otro sino
el mismo diablo, le arrojó llamas por
los ojos, la nariz y la boca, que
prendieron en el abrigo de piel de chango
que traía puesto Juan, quien lo soltó a
la carrera, revolcándose luego en la
tierra para apagarse el fuego.
Entonces el diablo le dijo:
He querido probar si de veras eres
valiente y digno de mi protección y por
poco me sale cara la prueba, pues nada
faltó, para que me hubieras ahorcado.
Cumples bien tu compromiso, pero para que
tenga más mérito, voy a aumentar el mal
aspecto que ya tienes y darte la
apariencia más horrible. Si sales bien,
tienes asegurada mi protección; pero si
no, tu alma será mía. Hasta la vista.
Y desapareció convertido en una ligera
nube de humo.
Juan Soldado quedó más feo que nunca,
sucio, peludo y chamuscado. A pesar de
tanto bien como hacía, no por eso lo
veían las gentes de mejor modo, y como
naturalmente su aspecto empeoraba cada
día, resultaba que ya no podía
acercarse a ninguna parte habitada, pues
creyéndolo un monstruo de especie
desconocida, estuvo varias veces a punto
de ser asesinado a pedradas, a palos, y
aún llegó el caso de que se formó una
reunión de hombres armados con el
exclusivo objeto de perseguirle para
matarlo. Viendo esto Juan Soldado, se
decidió a huir de aquellos sitios,
internándose en los montes más espesos,
a riesgo de ser devorado por alguna fiera.
A mucho andar llegó a una floresta donde
la tierra era roja como regada con sangre,
y los árboles negros con formas de
hombres, mujeres y niños, que se
quejaban lastimosamente cuando el viento
movía sus hojas, negras también.
Caminó Juan Soldado otro poco y
encontró a un hombre de mediana edad que
estaba sembrando verduras, asustándose
al verlo.
No temas le dijo Juan
no te haré daño, pero dime ¿qué haces
en estas lejanías?
El hombre, que por sus modales se notaba
que era un gran señor, le contó que
antes era el Rey de aquel lugar, que su
castillo estaba cerca y abandonado porque
un día había llegado un hombre con
barbas de plata, terrible encantador, a
pedirle la mano de una de sus hijas, y
como no se la había querido dar, había
convertido a sus súbditos en árboles, a
sus cuatro hijas en fuentes de agua y a
él en labrador al cuidado de su bosque
encantado.
Bueno dijo Juan Soldado
¿Alguna manera debe de haber para darle
fin a este encantamiento?
Es muy difícil le contestó
el Rey. Pues hay que arrancarle un
colmillo a Barbas de Plata, y él tiene
la fuerza de mil hombres. Ya otros
caminantes han tratado de ayudarme, pero
lo único que lograron es que los
convirtiera en animales.
Estaban en esa plática cuando se
presentó Barbas de Plata, un gigante que,
al ver a Juan Soldado, se dirigió a él
lanzando chispas de furor:
¿Quién eres tú, que te has
atrevido a traspasar mis dominios? Te
convertiré en culebra por entrometido.
Yo soy contestó Juan
el hombre que te ha de vencer para
liberar a tanto infeliz de tu tiranía.
Juan Soldado no esperó un momento más,
se le echó encima, lo tiró al suelo y
le sacó el colmillo con el azadón del
rey.
En el mismo momento se oyó un trueno
horrible y se vio al gigante convertirse
en una enorme lechuza que voló por los
aires pues no era otro sino el mismo
diablo. Poco a poco los encantados fueron
recuperando su forma humana. Juan se
encontró al lado del trono del Rey, que
le dijo:
El inmenso beneficio que me has
hecho, no puede recompensarse con nada;
sin embargo, te ofrezco todos mis tesoros
y compartir contigo mi trono.
Gracias, señor dijo Juan
Soldado pero soy mucho más rico
que Vuestra Majestad y no podría
gobernar un reino porque soy muy
ignorante.
Acepta entonces le dijo el
Rey la mano de una de mis hijas.
Y diciendo esto, dejó a Juan Soldado,
volviendo a poco tiempo con sus tres
hijas. La mayor y la segunda al ver a
Juan, huyeron dando gritos de terror, y
sólo la más pequeña, que era la más
bonita, se acercó a Juan y tendiéndole
su preciosa manita, le dijo con dulzura:
Mi padre nos ha contado tu noble
acción y el compromiso que ha contraído
y yo con gusto cumpliré, si tú me
recibes por esposa.
Pues bien le dijo Juan
aquí tienes esta media medallita y si
pasados tres años no he vuelto, será
porque he muerto; entonces rezarás por
mí y estarás libre de compromiso.
Y se alejó muy triste soñando con el
porvenir.
Pasados los tres años y el día que se
cumplían fue Juan Soldado a buscar el
dinero enterrado; y a poco vio aparecer
al diablo, que le dijo:
Has ganado, y es justo que alcances
la felicidad que bastante cara has
comprado. Dame mi traje y toma tu
uniforme.
Inmediatamente se puso Juan su ropa y
corriendo a un río cercano se baño
perfectamente, se dirigió a una
peluquería donde lo rasuraron y cortaron
el pelo, se compró un elegante traje y
transformado se presentó en el palacio
del Rey Desencantado. Tan riquísimo era
su traje, y tan bella y simpática su
figura, que todos lo tomaron por un gran
príncipe. Solicitó al Rey una audiencia
secreta que le fue concedida, y en ella
se dio a conocer con su futuro suegro,
rogándole que lo presentara con sus
hijas, sin decirle quién era. En cuanto
lo vieron las dos mayores, a cual más
quedó encantada en la apostura del
mancebo y cuando el Rey les dijo que
aquel joven deseaba casarse, las dos se
pusieron contentísimas, procurando cada
una atraerse la atención de Juan Soldado.
Sólo la más pequeña se mostró
indiferente y ni siquiera se fijó en el
joven, permaneciendo triste y pensativa.
Al despedirse regaló a las mayores joyas
cuajadas de diamantes y a la última una
pequeña caja que al parecer no tenía
ningún valor; pero obedeciendo a una
natural curiosidad, la abrió y cual no
sería su alegre sorpresa al ver el
pedazo de medallita que se había llevado
Juan Soldado, por lo cual se dispuso
inmediatamente para casarse.
El acontecimiento fue celebrado con un
banquete, el pastel de bodas era tan alto
como una torre y alcanzó... ¡hasta para
el diablo!
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