Las
Almohadas
Durante mucho tiempo se creyó que las
almohadas eran el simple producto de una
leyenda propalada por los pastores de la
alta montaña.
Ellos afirmaban que no era sino sentarse
a la sombra de un sietecueros de flores
moradas y tocar la quena con amor para
que empezaran a aparecer. Se
entremezclaban con las mansas ovejas y
con ellas pastoreaban la loma comiendo
grama tierna y amarillas flores de retama.
Nadie nunca había cogido una viva para
demostrar la verdad, pues las almohadas
que viven en libertad son
extraordinariamente tímidas. La
silenciosa montaña hace que el más leve
ruido sea inmediatamente detectado: dejan
de comer, levantan medio cuerpo y miran
atentamente en todas direcciones. A la
menor señal de peligro se escabullen
veloces buscando los tupidos matorrales
del páramo.
El primero que amansó una almohada fue
Desiderito Palma, un pastor de Miraflores.
Fue por la época en que conoció a
Adrianita Pérez, una muchacha delgadita,
de ojos negros y pelo largo, que sembraba
rosas y claveles en un cuadrito de tierra
al lado de un robledal.
Desiderito la conoció un domingo en el
mercado cuando ella bajó al pueblo a
vender flores y él a vender lana. Ese
día por la tarde ya estaba enamorado y
desde entonces se pasaba las horas en la
montaña cuidando sus ovejas y tocando la
quena, inventándose melodías de amor
para la bella que le había robado el
corazón.
Estando debajo del sietecueros de flores
moradas le pasó lo que les pasaba a los
pastores enamorados: las almohadas
silvestres salieron tímidamente a
triscar revueltas con las ovejas. Cuando
al domingo siguiente lo contó en el
pueblo, se rieron de él diciéndole que
lo que pasaba era que estaba tan
enamorado que veía visiones. Adrianita
se ruborizó, pero dijo que sí le creía,
pues ya empezaba a descubrir que ese amor
era verdadero y que Desiderito no mentía.
Él volvió a la montaña con su rebaño
y se dio cuenta de que entre más grande
era el amor que sentía, más linda
salía la música de su quena, menos
flores amarillas de retama comían las
almohadas y más se acercaban a
escucharlo.
Con el transcurrir de los días hubo una
que se aproximó despacito, con el
mullido cuerpo levantado y apoyada
únicamente en sus cuatro puntas blancas,
llegando paso a paso, como pensando cada
movimiento, dejando por un instante la
pata en el aire, indecisa, pero por fin
arriesgándose.
Durante horas y horas escuchaba la
música sin dejarse tocar, hasta que
llegó el día en que se acercó
ronroneando y se acomodó detrás de su
cabeza invitándolo a recostarse en ella.
Fue un agradable descubrimiento reposar
en una almohada mullida que endulzaba el
corazón cuando el pastor pensaba en
Adrianita.
Desiderito sabía que la almohada lo
escuchaba cuando le contaba los progresos
de su amor.
Una mañana llegó especialmente feliz a
decirle que por fin se iban a casar y por
lo tanto ella era libre de volver al
páramo con las demás almohadas. Por
primera vez en tanto tiempo el mullido
animalito de monte habló para decirle
que si la libertad era escoger, su
decisión estaba tomada: se iba con él,
como su primer regalo de bodas.
Esa misma tarde la gente se convenció de
que el cuento del pastor no era la
invención mágica de un enamorado: la
almohada silvestre llegó caminando como
otra de sus ovejas, dispuesta a compartir
también el amor.
Sobra decir lo felices que fueron los
recién casados compartiendo lo poco que
tenían, pero que por ser grande el
querer, parecía mucho. Dulces sueños
después del amor soñaron, abrazados
sobre la tierna almohada que desde
entonces, alimentándose de ternura, no
volvió a necesitar las amarillas flores
de retama.
|