Luna
Jacob, el niño tonto, solía subirse a
la azotea y espiar la vida de los vecinos.
Esa noche de verano el farmacéutico y su
señora estaban en el patio, bebiendo un
refresco y comiendo una torta, cuando
oyeron que el niño andaba por la azotea.
-¡Chist! -cuchicheó el farmacéutico a
su mujer-. Ahí está otra vez el tonto.
No mires. Debe estar espiándonos. Le voy
a dar una lección. Sígueme la
conversación, como si nada...
Entonces, alzando la voz, dijo:
-Esta torta está sabrosísima. Tendrás
que guardarla cuando entremos, no sea que
alguien se la robe.
-¡Cómo se la van a robar! La puerta de
la calle está cerrada con llave. Las
ventanas, con persianas apestilladas.
-Y... alguien podría bajar desde la
azotea.
-Imposible. No hay escaleras; las paredes
del patio son lisas...
-Bueno, te diré un secreto: En noches
como esta bastaría que una persona
dijera tres veces tarasá
para que, arrojándose de cabeza, se
deslizase por la luz y llegase sano y
salvo aquí, agarrase la torta y
escalando los rayos de la luna se se
fuese tan contento. Pero vámonos, que ya
es tarde y hay que dormir.
Se entraron dejando la torta sobre la
mesa y se asomaron por una persiana del
dormitorio para ver qué hacía el tonto.
Lo que vieron fue que el tonto, después
de repetir tres veces tarasá,
se arrojó de cabeza al patio, se
deslizó como un suave tobogán de oro,
agarró la torta, y con la alegría de un
salmón remontó aire arriba y
desapareció entre las chimeneas de la
azotea.
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