El
amigo fiel
Una mañana, la vieja
Rata de Agua sacó la cabeza fuera de su
madriguera. Tenía los ojos claros, parecidos a
dos gotas brillantes, unos bigotes grises muy
tiesos y una cola larga, que parecía una larga
cinta elástica negra. Los patitos nadaban en el
estanque, como si fueran una bandada de canarios
amarillos, y su madre, que tenía el plumaje
blanquísimo y las patas realmente rojas, trataba
de enseñarles a mantener la cabeza bajo el agua.
-Nunca podréis codearos con la alta sociedad, a
menos que aprendáis a manteneros bajo el agua -les
repetía machaconamente, mostrándoles de vez en
cuando cómo se hacía.
Pero los patitos no prestaban atención; eran tan
pequeños que no entendían las ventajas de
pertenecer a la sociedad.
-¡Qué chiquillos más desobedientes! -gritó la
vieja Rata de Agua-. Realmente merecen ser
ahogados.
-¡Qué cosas dice usted! -respondió la Pata-.
Nadie nace enseñado y a los padres no nos queda
más remedio que tener paciencia.
-¡Ay! No sé nada de los sentimientos de los
padres -dijo la Rata de Agua-. No soy madre de
familia; en realidad nunca me he casado, ni tengo
intención de hacerlo. El amor está bien, dentro
de lo que cabe, pero la amistad es un sentimiento
mucho más elevado. La verdad es que no creo que
haya nada en el mundo más noble ni más raro que
una amistad verdadera.
-Y dígame usted, por favor, ¿cuáles son, a su
juicio, los deberes de un amigo fiel? -le preguntó
un Pinzón Verde, que estaba posado encima de un
sauce llorón muy cerca de allí, y que había oído
la conversación.
-Sí, eso es justamente lo que yo quisiera saber
-dijo la Pata mientras se alejaba nadando hasta
la otra orilla del estanque y allí metía la
cabeza en el agua, para dar buen ejemplo a sus
pequeños.
-¡Qué pregunta más tonta! -exclamó la Rata de
Agua-. Qué duda cabe de que, si un amigo mío es
fiel, es porque me es fiel a mí.
-¿Y usted qué haría a cambio? -preguntó el
pajarillo, que se columpiaba sobre una rama
plateada batiendo sus diminutas alas.
-No te entiendo -le contestó la Rata de Agua.
-Deje que te cuente un cuento sobre eso -dijo el
Pnzón.
-¿Es un cuento sobre mí? -preguntó la Rata de
Agua- Porque, si lo es, estoy dispuesta a
escucharlo. Me encantan los cuentos.
-Se le podría aplicar -contestó el Pinzón.
Y bajó volando del árbol y, posándose a la
orilla del estanque, empezó a contar el cuento
del Amigo Fiel.
-Erase una vez -comenzó a decir el Pinzón- un
honrado muchacho, que se llamaba Hans.
-¿Era muy distinguido? -preguntó la Rata de
Agua.
-No -contestó el Pinzón-. No creo que lo fuera,
excepto por su buen corazón y su carilla redonda
y simpática. Vivía solo, en una casa pequeñita
y todo el día lo pasaba cuidando del jardín. No
había jardín más bonito que el suyo en los
alrededores: en él crecían minutisas y alhelíes,
y pan y quesillo y campanillas blancas. Había
rosas de Damasco y rosas amarillas y azafranes de
oro y azul, y violetas moradas y blancas. La
aguileña y la cardamina, la mejorana y la
albahaca silvestre, la primavera y la flor de lis,
el narciso y la clavellina brotaban y florecían
unas tras otras, según pasaban los meses, de tal
modo que siempre había cosas hermosas para la
vista y exquisitos perfumes para el olfato.
El pequeño Hans tenía muchísimos amigos, pero
el más fiel de todos era el grandote Hugo el
Molinero. Tan leal le era el ricachón Hugo al
pequeño Hans, que no pasaba nunca por su jardín
sin inclinarse por encima de la tapia para
arrancar un ramillete de flores, o un puñado de
hierbas aromáticas, o sin llenarse los bolsillos
de ciruelas y cerezas, si estaban maduras.
-Los amigos verdaderos deberían compartir todas
las cosas -solía decir el Molinero.
Y pequeño Hans asentía y sonreía, muy
orgulloso de tener un amigo con tan nobles ideas.
Aunque la verdad es que, a veces, a los vecinos
les extrañaba que el rico Molinero nunca diera
al pequeño Hans nada a cambio, a pesar de que
tenía cien sacos de harina almacenados en el
molino y seis vacas lecheras y un gran rebaño de
ovejas de lana. Pero a Hans nunca se le pasaban
por la cabeza estos pensamientos y nada le daba
tanta satisfacción como escuchar las
maravillosas cosas que el Molinero solía decir
sobre la falta de egoísmo y la verdadera amistad.
El pequeño Hans trabajaba en su jardín. Durante
la primavera, el verano y el otoño era muy feliz;
pero llegaba el invierno y se encontraba con que
no tenía ni fruta, ni flores que llevar al
mercado, y sufría mucho por el frío y por el
hambre. En ocasiones tenía que irse a la cama
sin más cena que unas cuantas peras secas o
algunas nueces duras. Y además, en invierno,
estaba muy solo, ya que el Molinero nunca iba a
visitarlo.
-No es conveniente que vaya a ver al pequeño
Hans mientras haya nieve -decía el Molinero a su
mujer-. Porque, cuando la gente tiene problemas,
es preferible dejarla sola y no molestarla con
visitas. Por lo menos, ésta es la idea que yo
tengo de la amistad, y estoy convencido de que es
lo correcto. Por lo tanto esperaré a que llegue
la primavera y después le haré una visita y
podrá darme una cesta llena de prímulas, y con
ello será feliz.
-Eres muy considerado con todo el mundo -le decía
su mujer, sentada en un cómodo sillón junto a
un buen fuego de leña-, muy considerado. Da
gusto oírte hablar de la amistad. Estoy segura
de que ni un sacerdote diría las cosas tan bien
como tú, y eso que vive en una casa de tres
plantas y lleva un anillo de oro en el dedo meñique.
-¿Pero no podríamos invitar al pequeño Hans a
que suba a vernos? -preguntó el hijo menor del
Molinero? -Si el pobre está en apuros, le daré
la mitad de mis gachas y le enseñaré mis
conejitos blancos.
-¡Pero qué tonto eres! -exclamó el Molinero-
Realmente no sé para qué te mando a la escuela,
pues la verdad es que no aprendes nada. Mira, si
el pequeño Hans viniera a casa y viera el fuego
tan hermoso que tenemos y nuestra buena cena y
nuestro hermoso barril de vino tinto, le daría
envidia. Y la envidia es una cosa tremenda, capaz
de echar a perder a cualquiera. Y yo no permitiré
que se eche a perder el carácter de Hans. Soy su
mejor amigo y siempre velaré por él, y que no
caiga en tentación. Además, si Hans viniera a
casa, podría pedirme prestado un poco de harina,
y eso sí que no lo puedo hacer. Una cosa es la
harina y otra la amistad, y no hay que
confundirlas. Está claro que son dos palabras
diferentes y significan cosas distintas. Eso lo
sabe cualquiera.
-¡Pero qué bien hablas! -dijo la mujer del
Molinero, sirviéndose un gran vaso de cerveza
tibia-. Estoy medio amodorrada, como si estuviera
en la iglesia.
-Mucha gente obra bien -prosiguió el Molinero-,
pero muy poca habla bien, lo que nos demuestra
que es mucho más difícil hablar que obrar;
aunque también es mucho más elegante.
Y se quedó mirando con severidad, por encima de
la mesa, a su hijo pequeño, que se sintió tan
avergonzado que bajó la cabeza, se puso muy
colorado y se echó a llorar encima de la
merienda. Pero era tan joven que hay que
disculparlo.
-¿Y así acaba el cuento? -preguntó la Rata de
Agua.
-Claro que no -contestó el Pirizón- Así es
como empieza.
-Pues entonces no está usted al día -le dijo la
Rata de Agua-. Hoy los buenos narradores empiezan
por el final, siguen por el principio y terminan
por el medio. Así es el nuevo método. Se lo oí
decir el otro día a un crítico, que ia paseando
alrededor del estanque con un joven. Hablaba del
asunto con todo detalle y estoy segura de que
estaba en lo cierto, porque llevaba gafas azules,
y era calvo, y, a cada observación que hacía el
joven, le respondía: «¡Psss!» Pero le ruego
que continúe usted con el cuento. Me encanta el
Molinero. Yo también estoy lleno de hermosos
sentimientos, de modo que tenemos muchas cosas en
común.
-Pues bien -dijo el Pinzón, apoyándose ora en
una patita ora en la otra-, tan pronto como acabó
el invierno y las prímulas comenzaron a abrir
sus pálidas estrellas amarillas, el Molinero le
dijo a su mujer que iba a bajar a ver al pequeño
Hans.
-¡Ay, qué buen corazón tienes! -le dijo su
mujer-. ¡Siempre estás pensando en los demás!
No te olvides de llevar la cesta grande para las
flores.
Así que el Molinero sujetó las aspas del molino
de viento con una gruesa cadena de hierro y bajó
por la colina con la cesta en su brazo.
-Buenos días, pequeño Hans -dijo el Molinero.
-Buenos días -dijo Hans, apoyándose en la pala
con una sonrisa de oreja a oreja.
-¿Y qué tal has pasado el invierno? -dijo el
Molinero.
-Bueno, la verdad es que eres muy amable al
preguntármelo, muy amable, sí, señor -exclamó
Hans. Te diré que lo he pasado bastante mal,
pero ya ha llegado la primavera y estoy muy
contento, y todas mis flores están hechas una
maravilla.
-Hemos hablado muchas veces de ti este invierno,
Hans -dijo el Molinero-, y nos preguntábamos qué
tal te iría.
-Qué amables sois -dijo Hans- Y yo que me temía
que me hubierais olvidado.
-Hans, me sorprendes -dijo el Molinero- Los
amigos nunca olvidan. Eso es lo más maravilloso
de la amistad, pero me temo que no seas capaz de
entender la poesía de la vida. Y, a propósito,
¡qué bonitas están tus prímulas!
-Realmente están preciosas -dijo Hans-; y es una
suerte para mí tener tantas. Voy a llevarlas al
mercado y se las venderé a la hija del alcalde,
y con el dinero que me dé compraré otra vez mi
carretilla.
-¿Que comprarás de nuevo tu carretilla? ¡No mé
irás a decir que la has vendido! ¡Qué cosa más
tonta!
-La verdad es que no tuve más remedio que
hacerlo dijo Hans. Pasé un invierno muy malo, y
no tenía dinero ni para comprar pan. Así que
primero vendí la bolonadura de plata de la
chaqueta de los domingos, y luego vendí la
cadena de plata y después la pipa grande, y por
último la carretilla. Pero ahora voy a comprarlo
todo otra vez.
-Hans -le dijo el Molinero-, voy a darte mi
carretilla. No está en muy buen estado, porque
le falta un lado y tiene rotos algunos radios de
la rueda. Pero, a pesar de ello, voy a dártela.
Ya sé que es una muestra de generosidad por mi
parte y que muchísima gente pensará que soy
tonto de remate por desprenderme de ella, pero es
que yo no soy como los demás. Creo que la
generosidad es la esencia de la amistad y, además,
tengo una carretilla nueva. De modo que puedes
estar tranquilo; te daré mi carretilla.
-Es muy generoso por tu parte -dijo el pequeño
Hans, y su graciosa carita redonda resplandecía
de alegría-. La puedo arreglar fáciImente, pues
tengo un tablón en casa:
-¡Un tablón! -exclamó el Molinero- Pues eso es
lo que necesito para arreglar el tejado del
granero, que tiene un agujero muy grande y, si no
lo tapo, el grano se va a mojar. ¡Es una suerte
que me lo hayas dicho! Es sorprendente ver cómo
una buena acción siempre genera otra. Yo te he
dado mi carretilla y ahora tú me vas a dar una
tabla. Por supuesto que la carretilla vale muchísimo
más que la tabla, pero la auténtica amistad
nunca se fija en cosas como ésas. Anda, haz el
favor de traerla enseguida, que quiero ponerme a
arreglar el granero hoy mismo.
-Voy corriendo -exclamó el pequeño Hans.
Y salió disparado hacia el cobertizo y sacó el
tablón a rastras.
-No es una tabla muy grande -dijo el Molinero mirándola-.
Y me temo que, después de que haya arreglado el
granero, no sobrará nada para que arregles la
carretilla. Claro que eso no es culpa mía. Bueno,
y ahora que te he regalado la carretilla, estoy
seguro de que te gustaría darme a cambio algunas
flores. Aquí tienes la cesta, y procura llenarla
hasta arriba.
-¿Hasta arriba? -dijo el pobre Hans, muy
afligido, porque era una cesta grandísima y sabía
que, si la llenaba, no le quedarían flores para
llevar al mercado; y estaba ansioso por recuperar
su botonadura de plata.
-Bueno, en realidad dijo el Molinero-, como
te he dado la carretilla, no creo que sea mucho
pedirte un puñado de flores. Puede que esté
equivocado, pero, para mí, la amistad, la
verdadera amistad, ha de estar libre de cualquier
tipo de egoísmo.
-Ay, mi querido amigo, mi mejor amigo -exclamó
el pequeño Hans , todas las flores de mi jardín
están a tu disposición. Prefiero mucho más ser
digno de tu estima que recuperar la botonadura de
plata.
Y salió disparado a coger todas sus lindas prímulas
y llenó la cesta del Molinero.
-Adiós, pequeño Hans -le dijo el Molinero,
mientras subía por la colina, con el tablón al
hombro y la gran cesta en la mano.
-Adiós -respondió el pequeño Hans.
Y se puso a cavar tan contento, pues estaba
encantado con la carretilla.
Al día siguiente estaba sujetando unas ramas de
madreselva en el porche cuando oyó la voz del
Molinero, que le llamaba desde el camino. Así
que saltó de la escalera, cruzó corriendo el
jardín y miró por encima de la tapia.
Allí estaba el Molinero con un gran saco de
harina al hombro.
-Querido Hans -le dijo el Molinero-, ¿te
importaría llevarme este saco de harina al
mercado?
-Lo siento mucho -comentó Hans-, pero es que hoy
estoy muy ocupado. Tengo que levantar todas las
enredaderas, y regar las flores y atar la hierba.
-Bueno, pues, teniendo en cuenta que voy a
regalarte mi carretilla, es bastante egoísta por
tu parte negarte a hacerme este favor.
-Oh, no digas eso -exclamó el pequeño Hans-. No
querría ser egoísta por nada del mundo.
Y entró corriendo en casa a buscar su gorra y se
fue caminando al pueblo con el gran saco a sus
espaldas.
Hacía mucho calor, y la carretera estaba
cubierta de polvo y, antes de llegar al sexto mojón,
Hans tuvo que sentarse a descansar. Sin embargo
prosiguió muy animoso su camino, y llegó al
mercado. Después de un rato, vendió el saco de
harina a muy buen precio y regresó a casa
inmediatamente, temeroso de que, si se le hacía
tarde, pudiera encontrar a algún ladrón en el
camino.
-Ha sido un día muy duro -se dijo Hans mientras
se metía en la cama- Pero me alegro de no haber
dicho que no al Molinero, porque es mi mejor
amigo y, además, me va a dar su carretilla, A la
mañana siguiente, muy temprano, el Molinero bajó
a recoger el dinero del saco de harina, pero el
pobre Hans estaba tan cansado, que todavía seguía
en la cama.
-Válgame, Dios -dijo el Molinero-, qué perezoso
eres. La verdad es que, teniendo en cuenta que
voy a darte mi carretilla, podías trabajar con más
ganas. La pereza es un pecado muy grave, y no me
gusta que ninguno de mis amigos sea vago ni
perezoso. No te parezca mal que te hable tan
claro. Por supuesto que no se me ocurriría
hacerlo si no fuera tu amigo. Pero eso es lo
bueno de la amistad, que uno puede decir siempre
lo que piensa. Cualquiera puede decir cosas
amables e intentar alabar a los demás; pero un
amigo verdadero siempre dice las cosas
desagradables, y no le importa causar dolor. Es más,
si es un verdadero amigo lo prefiere, porque sabe
que está obrando bien.
-Lo siento mucho -dijo el pobre Hans frotándose
los ojos, y quitándose el gorro de dormir-. Pero
estaba tan cansado que quise quedarme un rato en
la cama, escuchando el canto de los pájaros. ¿Sabes
que trabajo mejor cuando he oído cantar a los pájaros?
-Bien, me alegro -dijo el Molinero, dándole una
palmadita en la espalda-, porque, tan pronto estés
vestido, quiero que subas conmigo al molino y me
arregles el tejado del. granero.
El pobrecito Hans estaba deseando ponerse a
trabajar en el jardín, porque hacía dos días
que no regaba las flores, pero no quería decir
que no al Molinero, que era tan amigo suyo.
-¿Crees que no sería muy buen amigo tuyo si te
dijera que tengo mucho que hacer? preguntó con
voz tímida y vergonzosa.
-Bueno, en realidad no creo que sea mucho pedirte,
teniendo en cuenta que te voy a dar mi carretilla
-le contestó el Molinero-. Pero, si no quieres,
lo haré yo mismo.
-¡De ninguna manera! -exclamó Hans y, saltando
de la cama, se vistió y subió al granero. Allí
trabajó todo el día, y al anochecer fue el
Molinero a ver cómo iba la obra.
-¿Has arreglado ya el agujero del tejado, Hans?
-le preguntó el Molinero con voz alegre.
-Está completamente arreglado -contestó el
pequeño Hans, mientras se bajaba de la escalera.
-¡Ay! No hay trabajo más agradable que el que
se hace por los demás -dijo el Molinero.
-Realmente es un privilegio oírte hablar -respondió
el pequeño Hans, sentándose y enjugándose e!
sudor de la frente- Es un gran privilegio. Lo
malo es que yo nunca tendré unas ideas tan
bonitas como las tuyas.
-Ya verás cómo se te ocurren, si te empeñas -dijo
el Molinero- De momento, tienes sólo la práctica
de la amistad; algún día tendrás también la
teoría.
-¿De verdad crees que la tendré? -preguntó el
pequeño Hans.
-No tengo la menor duda -contestó el Molinero-.
Pero ahora que ya has arreglado el tejado, deberías
ir a casa a descansar, quiero que mañana me
lleves las ovejas al monte.
El pobre Hans no se atrevió a replicar, y a la
mañana siguiente, muy temprano, el Molinero le
llevó sus ovejas cerca de la casa, y Hans se fue
al monte con ellas. Le llevó todo el día subir
y bajar del monte y, cuando regresó a casa,
estaba tan cansado, que se quedó dormido en una
silla y no se despertó hasta bien entrado el día.
-¡Qué bien lo voy a pasar trabajando el jardín!»,
se dijo Hans; e inmediatamente se puso a trabajar.
Pero cuándo por una cosa, cuándo por otra no
había manera de dedicarse a las flores, pues
siempre aparecía el Molinero a pedirle que fuera
a hacerle algún recado, o que le ayudara en el
molino. A veces el pobre Hans se ponía muy
triste, pues temía que sus flores creyeran que
se había olvidado de ellas; pero le consolaba el
pensamiento de que el Molinero era su mejor amigo.
-Además -solía decir- va a darme su carretilla
y eso es un acto de verdadera generosidad.
Así que el pequeño Hans seguía trabajando para
el Molinero, y el Molinero seguía diciendo cosas
hermosas sobre la amistad, que Hans anotaba en un
cuadernito para poderlas leer por la noche, pues
era un alumno muy aplicado.
Y sucedió que una noche estaba Hans sentado
junto al hogar, cuando oyó un golpe seco en la
puerta. Era una noche muy mala, y el viento
soplaba y rugía alrededor de la casa con tanta
fuerza, que al principio pensó que era
sencillamente la tormenta. Pero enseguida se oyó
un segundo golpe, y luego un tercero, más fuerte
que los otros.
«Será algún pobre viajero», pensó Hans; y
corrió a abrir la puerta.
Allí estaba el Molinero con un farol en una mano
y un gran bastón en la otra.
-¡Querido Hans! -dijo el Molinero-. Tengo un
grave problema. Mi hijo pequeño se ha caído de
la escalera y está herido y voy en busca del médico.
Pero vive tan lejos y está la noche tan mala,
que se me acaba de ocurrir que sería mucho mejor
que fueras tú en mi lugar. Ya sabes que voy a
darte la carretilla, así que sería justo que a
cambio hicieras algo por mí.
-Faltaría más -exclamó el pequeño Hans-.
Considero un honor que acudas a mí. Ahora mismo
me pongo en camino; pero préstame el farol, pues
la noche está tan oscura que tengo miedo de que
pueda caerme al canal.
-Lo siento mucho -le contestó el Molinero-, pero
el farol es nuevo. Sería una gran pérdida, si
le pasara algo.
-Bueno, no importa, ya me las arreglaré sin él
-exclamó el pequeño Hans.
Descolgó su abrigo de piel, se puso su gorro de
lana bien calentito, se enrolló una bufanda al
cuello y salió en busca del médico.
¡Qué tormenta más espantosa! La noche era tan
negra, que el pobre Hans casi no podía ver; y el
viento era tan fuerte, que le costaba trabajo
mantenerse en pie. Sin embargo era muy valiente,
y después de haber caminado alrededor de tres
horas llegó a casa del médico y llamó a la
puerta.
-¿Quién es? -gritó el médico, asomando la
cabeza por la ventana del dormitorio.
-Soy yo, el pequeño Hans.
-¿Y qué quieres, pequeño Hans?
-El hijo del Molinero se ha caído de una
escalera, y está herido, y el Molinero dice que
vaya usted enseguida.
-¡Está bien! -dijo el médico.
Pidió que le llevaran el caballo, las botas y el
farol, bajó las escaleras y salió al trote
hacia la casa del Molinero. Y el pequeño Hans le
siguió con dificultad.
Pero la tormenta arreciaba cada vez más y la
lluvia caía a torrentes y el pobre Hans no veía
por dónde iba, ni era capaz de seguir la marcha
del caballo. Al cabo de un rato se perdió y
estuvo dando vueltas por el páramo, que era un
lugar muy peligroso, lleno de hoyos muy profundos;
y el pobrecito Hans cayó en uno de ellos y se
ahogó. Unos cabreros encontraron su cuerpo
flotando en una charca y se lo llevaron a casa.
Todo el mundo fue al funeral del pequeño Hans,
porque era una persona muy conocida; y allí
estaba el Molinero, presidiendo el duelo.
-Como yo era su mejor amigo, es justo que ocupe
el sitio de honor -dijo el Molinero.
Y se puso a la cabeza del cortejo fúnebre
envuelto en una capa negra muy larga y, de vez en
cuando, se limpiaba los ojos con un gran pañuelo.
-Ha sido una gran pérdida para todos nosotros -dijo
el herrero, cuando hubo terminado el entierro y
todos estaban cómodamente sentados en la taberna,
bebiendo ponche y comiendo pasteles.
-Una gran pérdida, al menos para mí -dijo el
Molinero-, porque resulta que le había hecho el
favor de regalarle mi carretilla, y ahora no sé
qué hacer con ella. En casa me estorba y está
en tal mal estado, que no creo que me den nada
por ella, si quiero venderla. Pero, de ahora en
adelante, tendré mucho cuidado en no volver a
regalar nada. Hace uno un favor y mira cómo te
lo pagan.
-¿Y luego qué? -dijo la Rata de agua, después
de una larga pausa.
-Luego, nada. Éste es el final -dijo el Pinzón.
-Pero, ¿qué fue del Molinero? -preguntó la
Rata de Agua.
-Realmente no lo sé, ni me importa, de eso estoy
seguro -contestó el Pinzón.
-Entonces, es evidente que no tiene usted
sentimientos -dijo la Rata de Agua.
-Me temo que no ha comprendido usted la moraleja
del cuento -observó el Pinzón.
-¿La qué? -gritó la Rata de Agua.
-La moraleja.
-¡Quiere decir que ese cuento tenía moraleja!
-Pues sí -dijo el Pinzón.
-¡Bueno! -dijo la Rata de Agua muy enfadada-Pues
debería habérmelo dicho antes de empezar. Y así
me habría ahorrado escucharle. Y hasta le
hubiera dicho igual que el crítico: «¡Psss!»
Aunque aún estoy a tiempo de decírselo.
Y entonces le gritó muy fuerte: -«¡Psss!»,
hizo un movimiento brusco con la cola y se metió
en su agujero.
-¿Qué le parece a usted la Rata de Agua? -preguntó
la Pata, que llegó chapoteando unos minutos
después-. Tiene muy buenas cualidades, pero yo,
la verdad, es que tengo sentimientos maternales y
no puedo ver a un solterón sin que se me salten
las lágrimas.
-Siento mucho haberle molestado -contestó el
Pinzón- El hecho es que le conté un cuento con
moraleja.
-Ah, pues eso es siempre muy peligroso-dijo la
Pata.
Y yo estoy de acuerdo con ella.
FIN
Cuentos de Oscar Wilde
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