El
famoso cohete
El hijo del rey
estaba en vísperas de casarse. Con este motivo
el regocijo era general.
Estuvo esperando un año entero a su prometida, y
al fin llegó ésta.
Era una princesa rusa que había hecho el viaje
desde Finlandia en un trineo tirado por seis
renos, que tenía la forma de un gran cisne de
oro; la princesa iba acostada entre las alas del
cisne.
Su largo manto de armiño caía recto sobre sus
pies. Llevaba en la cabeza un gorrito de tisú de
plata y era pálida como el palacio de nieve en
que había vivido siempre.
Era tan pálida, que al pasar por las calles, se
quedaban admiradas las gentes.
-Parece una rosa blanca -decían.
Y le echaban flores desde los balcones.
A la puerta del castillo estaba el príncipe para
recibirla. Tenía los ojos violeta y soñadores,
y sus cabellos eran como oro fino.
Al verla, hincó una rodilla en tierra y besó su
mano.
-Tu retrato era bello -murmuró-, pero eres más
bella que el retrato.
Y la princesita se ruborizó.
-Hace un momento parecía una rosa blanca -dijo
un pajecillo a su vecino-, pero ahora parece una
rosa roja.
Y toda la corte se quedó extasiada.
Durante los tres días siguientes todo el mundo
no cesó de repetir:
-¡Rosa blanca, rosa roja! ¡Rosa roja, rosa
blanca!
Y el rey ordenó que diesen doble paga al paje.
Como él no percibía paga alguna, su posición
no mejoró mucho por eso; pero todos lo
consideraron como un gran honor y el real decreto
fue publicado con todo requisito en la Gaceta de
la Corte.
Transcurridos aquellos tres días, se celebraron
las bodas.
Fue una ceremonia magnífica.
Los recién casados pasaron cogidos de la mano,
bajo un dosel de terciopelo granate, bordado de
perlitas.
Luego se celebró un banquete oficial que duró
cinco horas.
El príncipe y la princesa, sentados al extremo
del gran salón, bebieron en una copa de cristal
purísimo. Únicamente los verdaderos enamorados
podían beber en esa copa, porque si la tocaban
unos labios falsos, el cristal se empañaba,
quedaba gris y manchoso.
-Es evidente que se aman -dijo el pajecillo-.
Resultan tan claros como el cristal.
Y el rey volvió a doblarle la paga.
-¡Qué honor! -exclamaron todos los cortesanos.
Después del banquete hubo baile.
Los recién casados debían bailar juntos la
danza de las rosas, y el rey tenía que tocar la
flauta.
La tocaba muy mal, pero nadie se había atrevido
a decírselo nunca, porque era el rey. La verdad
es que no sabía más que dos piezas y no estaba
seguro nunca de la que interpretaba, aunque esto
no le preocupase, pues hiciera lo que hiciera
todo el mundo gritaba:
-¡Delicioso! ¡Encantador!
El último número del programa consistía en
unos fuegos artificiales que debían empezar
exactamente a media noche.
La princesita no había visto fuegos artificiales
en su vida. Por eso el rey encargó al pirotécnico
real que pusiera en juego todos los recursos de
su arte el día del casamiento de la princesa.
-¿A qué se parecen los fuegos artificiales? -preguntó
ella al príncipe, mientras se paseaban por la
terraza.
-Se parecen a la aurora boreal -dijo el rey, que
respondía siempre a las preguntas dirigidas a
los demás-. Sólo que son más naturales. Yo los
prefiero a las estrellas, porque sabe uno siempre
cuándo van a empezar a brillar y son además tan
agradables como la música de mi flauta. Ya verán..,
ya verán...
Así pues, levantaron un tablado en el fondo del
jardín real, y no bien acabó de prepararlo todo
el pirotécnico real, cuando los fuegos
artificiales se pusieron a charlar entre sí.
-El mundo es seguramente muy hermoso -dijo un
pequeño buscapiés-. Miren esos tulipanes
amarillos. ¡A fe mía, ni aun siendo petardos de
verdad, podrían resultar más bonitos! Me alegro
mucho de haber viajado. Los viajes desarrollan el
espíritu de una manera asombrosa y acaban con
todos los prejuicios que haya podido uno
conservar.
-El jardín del rey no es el mundo, joven alocado
-dijo una gruesa candela romana-. El mundo es una
extensión enorme y necesitarías tres días para
recorrerlo por entero.
-Todo lugar que amamos es para nosotros el mundo
-dijo una rueda unida en otro tiempo a una vieja
caja de pino y muy orgullosa de su corazón
destrozado- pero el amor no está de moda; los
poetas lo han matado. Han escrito tanto sobre él,
que nadie les cree ya, cosa que no me extraña.
El verdadero amor sufre y calla... Recuerdo que
yo misma, una vez.., pero no se trata de eso aquí.
El romanticismo es algo del pasado.
-¡Qué estupidez! -exclamó la candela romana-.
La novela no muere nunca. ¡Se parece a la luna:
vive siempre! Realmente, los recién casados se
aman tiernamente. He sabido todo lo concerniente
a ellos esta mañana por un cartucho de papel
oscuro que estaba en el mismo cajón que yo y que
sabe las últimas noticias de la corte.
Pero la rueda meneó la cabeza.
-¡El romanticismo ha muerto! ¡El romanticismo
ha muerto! ¡El romanticismo ha muerto! -murmuró.
Era una de esas personas que creen que repitiendo
una cosa cierto número de veces, acaba por ser
verdad.
De pronto se oyó una tos fuerte y seca y todos
miraron a su alrededor. Era un pequeño cohete de
altivo continente atado a la punta de un palo.
Tosía siempre antes de hacer una advertencia,
como para llamar la atención.
-¡Ejem! ¡Ejem! -exclamó.
Y todo el mundo se dispuso a escucharle, menos la
pobre rueda, que seguía moviendo la cabeza y
murmurando:
-¡El romanticismo ha muerto!
-¡Orden! ¡Orden! -gritó un petardo.
Tenía algo de político y había tomado siempre
parte importante en las elecciones locales. Por
eso conocía las frases empleadas en el
Parlamento.
-¡Ha muerto del todo! -suspiró la rueda. Y se
volvió a dormir.
No bien se restableció por completo el silencio,
el cohete tosió por la tercera vez y comenzó.
Hablaba con una voz clara y lenta, como si
dictase sus memorias, y miraba siempre por encima
del hombro a la persona a quien se dirigía.
Realmente, tenía unos modales distinguidísimos.
-¡Qué feliz es el hijo del rey -observó- por
casarse el mismo día en que me van a disparar!
Ni preparándolo de antemano podría resultar
mejor para él; aunque los príncipes siempre
tienen suerte.
-¿Ah, sí? -dijo el pequeño buscapiés-. Yo creí
que era precisamente lo contrario y que era usted
a quien se disparaba en honor del príncipe.
-Ése quizás sea su caso -replicó el cohete-.
Casi diríase que estoy seguro de ello; pero en
cuanto a mí, es ya diferente. Soy un cohete
distinguido y desciendo de padres igualmente
distinguidos. Mi madre era la girándula más célebre
de su época. Tenía fama por la gracia de su
danza. Cuando hizo su gran aparición en público,
dio diecinueve vueltas antes de apagarse,
lanzando por el aire siete estrellas rojas a cada
vuelta. Tenía tres pies y medio de diámetro y
estaba fabricada con pólvora de la mejor. Mi
padre era cohete como yo y de origen francés.
Volaba tan alto, que la gente temía que no
volviese a descender. Descendía, sin embargo,
porque era de excelente constitución e hizo una
caída brillantísima, en forma de lluvia, de
chispas de oro. Los periódicos se ocuparon de él
en términos muy halagüeños, y hasta la Gaceta
de la Corte dijo que señalaba el triunfo
del arte pilotécnico.
-Pirotécnico, pirotécnico querrá decir -interrumpió
una bengala-. Sé que es pirotécnico porque he
visto la palabra escrita sobre mi caja de hoja de
lata.
-Pues yo digo pilotécnico -replicó el cohete en
tono severo.
Y la bengala se quedó tan apabullada, que empezó
inmediatamente a mortificar a los buscapiés
pequeños para demostrar que ella también era
persona de bastante importancia.
-Decía yo... -prosiguió el cohete-, decía yo...
¿qué es lo que yo decía?
-Hablaba de usted mismo -repuso la candela romana.
-Naturalmente. Sé que hablaba de alguna cosa
interesante cuando he sido tan groseramente
interrumpido. Odio la grosería y las malas
maneras, porque soy extremadamente sensible. No
hay nadie en el mundo tan sensible como yo, estoy
seguro de ello.
-¿Qué es una persona sensible? -preguntó el
petardo a la candela romana.
-Una persona que porque tiene callos pisa siempre
los pies a los demás -respondió la candela en
un débil murmullo.
Y el petardo casi estalló de risa.
-¡Perdón! ¿De qué se ríe? -preguntó el
cohete-. Yo no me río.
-Me río porque soy feliz -replicó el petardo.
-Es un motivo bien egoísta -dijo el cohete con
ira-. ¿Qué derecho tiene para ser feliz? Debería
pensar en los demás, debería pensar en mí. Yo
pienso siempre en mí y creo que todo el mundo
debería hacer lo mismo. Eso es lo que se llama
simpatía. Es una hermosa virtud y yo la poseo en
alto grado. Suponga, por ejemplo, que me
sucediese algún percance esta noche. ¡Qué
desgracia para todo el mundo! El príncipe y la
princesa no podrían ya ser felices: se habría
acabado su vida de matrimonio. En cuanto al rey,
creo que no podría soportarlo. Realmente, cuando
empiezo a pensar en la importancia de mi papel,
me emociono hasta casi llorar.
-Si quiere agradar a los demás -exclamó la
candela romana-, haría mejor en mantenerse en
seco.
-¡Ciertamente! -exclamó la bengala, que no
estaba de muy buen humor-, eso es sencillamente
de sentido común.
-¿Cree que es de sentido común? -replicó el
cohete indignado-. Olvida que yo no tengo nada
común y que soy muy distinguido. ¡A fe mía
todo el mundo puede tener sentido común con tal
de carecer de imaginación! Pero yo tengo
imaginación, porque nunca veo las cosas como son.
Las veo siempre muy diferentes de lo que son. En
cuanto a eso de mantenerme en seco, es que no hay
aquí, con toda seguridad, nadie que sepa
apreciar a fondo un temperamento delicado.
Afortunadamente para mí, no me importa nada. La
única cosa que le sostiene a uno en la vida es
el convencimiento de la enorme inferioridad de
sus semejantes y éste es un sentimiento que he
mantenido siempre en mí. Pero ninguno de ustedes
tiene corazón. Gritan y se regocijan como si el
príncipe y la princesa no estuviesen celebrando
sus bodas.
-¡Eh! -exclamó un pequeño globo de fuego-. ¿Y
por qué no? Es una alegre ocasión y cuando
estalle yo en el aire pienso comunicárselo a
todas las estrellas. Ya verán cómo brillarán
cuando las hable de la bella recién casada.
-¡Oh, qué concepto más banal de la vida! -dijo
el cohete-, pero no me esperaba yo menos. No hay
nada en usted. Es hueco y vacío. ¡Bah! Quizás
el príncipe y la princesa se vayan a vivir en un
país en que haya un río profundo, quizás
tengan un solo hijo, un pequeñuelo de pelo
rizado y de ojos violeta como los del príncipe.
Quizás vaya algún día a pasearse con su
nodriza. Quizás la nodriza se duerma debajo de
un gran sauce. Quizás el niño se caiga al río
y se ahogue. ¡Qué terrible desgracia! ¡Los
pobres perder su hijo único! Es terrible,
realmente. No podré soportarlo nunca.
-Pero no han perdido su hijo único -dijo la
candela romana-. No les ha sucedido ninguna
desgracia.
-No he dicho que les haya sucedido -replicó el
cohete-. He dicho que podría sucederles. Si
hubiesen perdido a su hijo único, sería inútil
decir nada sobre el suceso. Detesto a las
personas que lloran por su cántaro de leche roto.
Pero cuando pienso que han perdido a su hijo único,
me siento verdaderamente tristísimo.
-Ya lo veo -exclamó la bengala-. Realmente es
usted la persona más afectada que he visto en mi
vida.
-Y usted la persona más grosera que he conocido
-dijo el cohete-. No puede comprender mi afecto
por el príncipe.
-¡Bah! Ni siquiera lo conoce... -chisporroteó
la candela romana.
-No, nunca dije que le conociera -respondió el
cohete-. Me atrevo a decir que si lo conociese no
sería de ningún modo amigo suyo. Es cosa
peligrosa conocer uno a sus amigos.
-Mejor haría en mantenerse en seco -dijo el
globo de fuego-. Eso es lo más importante.
-Para usted no dudo que será importantísimo -respondió
el cohete-. Pero yo lloraré si me viene en gana.
Y el cohete estalló en lágrimas que corrieron
sobre su vara en gotas de lluvia, ahogando casi a
dos pequeños escarabajos que pensaban
precisamente en fundar una familia y buscaban un
bonito sito seco para instalarse.
-Debe tener un temperamento verdaderamente romántico,
pues llora cuando no hay por qué llorar -dijo la
rueda.
Y lanzando un profundo suspiro, se puso a pensar
en la caja de madera.
Pero la candela romana y la bengala estaban
indignadas. Gritaban con todas sus fuerzas:
-¡Pamplinas! ¡Pamplinas!
Eran muy prácticas, y cuando se oponían a algo
lo denominaban pamplinas.
Entonces apareció la luna como un soberbio
escudo de plata y las estrellas comenzaron a
brillar y llegaron al palacio los sones de una música.
El príncipe y la princesa dirigían el baile.
Bailaban tan bien que los pequeños lirios
blancos echaban un vistazo por la ventana
contemplándolos, y las grandes amapolas rojas
movían la cabeza, llevando el compás.
En aquel momento sonaron las diez, luego las once
y luego las doce, y a la última campanada de
media noche, todo el mundo fue a la terraza y el
rey hizo llamar al pirotécnico real.
-Empiecen los fuegos artificiales-dijo el rey. Y
el pirotécnico real hizo un profundo saludo y se
dirigió al fondo del jardín. Tenía seis
ayudantes. Cada uno llevaba una antorcha
encendida sujeta a la punta de una larga pértiga.
Fue realmente una soberbia irradiación de luz.
-¡Ssss! ¡Ssss! -hizo la rueda que empezó a
girar.
-¡Bum! ¡Bum! -replicó la candela romana.
Entonces los buscapiés entraron en danza y las
bengalas colorearon todo de rojo.
-¡Adiós! -gritó el globo de fuego mientras se
elevaba haciendo llover chispitas azules.
-¡Bang! ¡Bang! -respondieron los petardos, que
se divertían muchísimo.
Todos tuvieron un gran éxito, menos el cohete.
Estaba tan húmedo por haber llorado que no pudo
arder. Lo mejor que había en él era la pólvora
y ésta se hallaba tan mojada por las lágrimas
que estaba inservible. Toda su pobre parentela, a
la que no se dignaba hablar sin una sonrisa
despectiva, produjo un gran alboroto por el cielo,
como si fuesen magníficos ramilletes de oro
floreciendo en fuego.
-¡Bravo! ¡Bravo! -gritaba la corte.
Y la princesita reía de placer.
-Creo que me reservan para alguna gran ocasión -dijo
el cohete-. Indudablemente es eso.
Y miraba a su alrededor con aire más orgulloso
que nunca.
Al día siguiente vinieron los obreros a
colocarlo todo de nuevo en su sitio.
-Evidentemente es una comisión -se dijo el
cohete-. Los recibiré con una tranquila dignidad.
Y engallándose empezó a fruncir las cejas como
si pensase en algo muy importante. Pero los
obreros no se dieron cuenta de su presencia hasta
dejarlo atrás.
Entonces uno de ellos lo vio.
-¡Ah! -gritó-. ¡Qué mal cohete!
Y le tiró al paso por encima del muro.
-¡Mal cohete! ¡Mal cohete! -dijo éste girando
por el aire-. ¡Imposible! Famoso cohete, eso es
lo que han querido decir. Mal y famoso suenan
para mí casi lo mismo, y a veces ambas cosas son
idénticas.
Y cayó en el lodo.
-No es esto muy cómodo -observó-, pero sin duda
es algún balneario de moda a donde me han
enviado para que reponga mi salud. Mis nervios
están muy desgastados y necesito descanso.
Entonces una ranita de ojillos brillantes y de
traje verde moteado, nadó hacia él.
-Ya veo que es un recién llegado -dijo la rana-.
¡Bueno! Después de todo no hay nada como el
fango. Denme un tiempo lluvioso y un hoyo y soy
completamente feliz... ¿Cree que la tarde será
calurosa? Así lo espero, porque el cielo está
todo azul y despejado. ¡Qué lástima!
-¡Ejem!, Ejem! -profirió el cohete tosiendo.
-¡Qué voz más deliciosa tiene! -gritó la rana-.
Parece el croar de una rana y croar es la cosa más
musical del mundo. Ya oirá nuestros coros esta
noche. Nos colocamos en el antiguo estanque de
los patos junto a la alquería y en cuanto
aparece la luna, empezamos. El concierto es tan
sublime que todo el mundo viene a oírnos. Ayer,
sin ir más lejos, oí a la mujer del colono
decir a la madre que no pudo dormir ni un segundo
durante la noche por nuestra causa. Es muy
agradable ver lo popular que es una.
-¡Ejem!, Ejem! -dijo el cohete.
Estaba muy molesto de no poder salir de su
mutismo.
-¡Sí, una voz deliciosa! -prosiguió la rana-.
Espero que vendrá al estanque de los patos. Voy
a echar un vistazo a mis hijas. Tengo seis hijas
soberbias y me inquieta mucho que el sollo tope
con ellas... Es un verdadero monstruo y no sentiría
el menor escrúpulo en comérselas. Así es que
¡adiós! Me agrada mucho su conversación, se lo
aseguro.
-¿Y llama conversación a esto? -dijo el cohete-.
Ha charlado usted sola todo el rato. Eso no es
conversación.
-Alguien tiene que escuchar siempre -replicó la
rana-, y a mí me gusta llevar la voz cantante en
la conversación. Así se ahorra tiempo y se
evitan disputas.
-Pues a mí me gusta la discusión -dijo el
cohete.
-No lo creo -replicó la rana con aire compasivo-.
Las discusiones son completamente vulgares,
porque en la buena sociedad todo el mundo tiene
exactamente las mismas opiniones. Adiós otra vez.
Veo a mis hijas allá abajo.
Y la ranita se puso a nadar nuevamente.
-Es una persona antipática -dijo el cohete-, y
mal educada. Detesto a las gentes que hablan de sí
mismas como usted, cuando necesita uno hablar de
uno mismo, como en mi caso. Eso es lo que se
llama egoísmo y el egoísmo es una cosa
aborrecible, sobre todo para los que son como yo,
pues bien conocen todos mi carácter simpático.
Debería tomar ejemplo de mí. No podría
encontrar un modelo mejor. Ahora que tiene esa
oportunidad, aprovéchela sin tardanza, porque
voy a volver a la corte en seguida. Soy muy
estimado en la corte. Ayer, el príncipe y la
princesa se casaron en mi honor. Seguramente no
estará enterada de nada de esto, ¡como es
provinciana!
-¡No se moleste en hablarle! -dijo una libélula
posada en la punta de una espadaña-. Se ha ido.
-Bueno, ¡ella se lo pierde y no yo! No voy a
dejar de hablarle, sólo porque no me escuche. Me
gusta oírme hablar. Es uno de mis mayores
placeres. Sostengo a menudo largas conversaciones
conmigo mismo y soy tan profundo que a veces no
comprendo ni una palabra de lo que digo.
-Entonces debe ser licenciado en filosofía -dijo
la libélula.
Y desplegando sus lindas alas de gasa, se elevó
hacia el cielo.
-¡Qué necedad demuestra al no quedarse aquí! -dijo
el cohete-. Estoy seguro de que no habrá tenido
muy a menudo la oportunidad de educar su espíritu;
aunque después de todo me es igual. Un genio
como el mío será apreciado con toda seguridad
algún día.
Y se hundió un poco más en el fango.
Pasado un rato, una gran pata blanca nadó hacia
él. Tenía las patas amarillas, los pies
palmeados y la consideraban como una gran belleza
por su contoneo.
-¡Cuac!, ¡cuac!, ¡cuac! -dijo-. ¡Qué tipo más
raro tiene usted! ¿Puedo preguntarle si ha
nacido aquí o si es de resultas de algún
accidente?
-¡Cómo se ve que ha vivido siempre en el campo!
De otro modo sabría quién soy. Sin embargo,
disculpo su ignorancia. Sería descabellado
querer que los demás fueran tan extraordinarios
como uno mismo. Sin duda le sorprenderá saber
que vuelo por el cielo y que caigo en una lluvia
de chispas de oro.
-No lo considero muy estimable -dijo la pata-,
pues no veo en qué puede ser eso útil a nadie.
¡Ah! Si arara los campos como un buey; si
arrastrase un carro como el caballo; si guardase
un rebaño como el perro del ganado, entonces ya
sería otra cosa.
-Buena mujer -dijo el cohete con tono muy altivo-,
veo que pertenece a la clase baja. Las personas
de mi rango no sirven nunca para nada. Tenemos un
encanto especial y con eso basta. Yo mismo no
siento la menor inclinación por ningún trabajo
y menos aún por esa clase de trabajos, que
enumera. Además, siempre he sido de opinión que
el trabajo rudo es simplemente el refugio de la
gente que no tiene otra cosa que hacer en la vida.
-¡Bien, bien! -dijo la pata, que era de
temperamento pacífico y no reñía nunca con
nadie-. Cada cual tiene gustos diferentes. De
todas maneras, deseo que venga a establecer aquí
su residencia.
-¡Nada de eso! -exclamó el cohete-. Soy un
visitante, un visitante distinguido y nada más.
El hecho es que encuentro este sitio muy aburrido.
No hay aquí ni sociedad ni soledad. Resulta
completamente de barrio bajo... Volveré
seguramente a la corte, pues estoy destinado a
causar sensación en el mundo.
-Yo también pensé en entrar en la vida pública
-observó la pata-. ¡Hay tantas cosas que piden
reforma! Así pues, presidí, no hace mucho, un
mitin en el que votamos unas proposiciones
condenando todo lo que nos desagradaba. Sin
embargo, no parecen haber surtido gran efecto.
Ahora me ocupo de cosas domésticas y velo por mi
familia.
-Yo he nacido para la vida pública y en ella
figuran todos mis parientes, hasta los más
humildes. Allí donde aparecemos, llamamos
extraordinariamente la atención. Esta vez no he
figurado personalmente, pero cuando lo hago,
resulta un espectáculo magnifico. En cuanto a
las cosas domésticas, hacen envejecer y apartan
el espíritu de otras cosas más altas.
-¡Oh, qué bellas son las cosas altas de la vida!
-dijo la pata-. ¡Esto me recuerda el hambre que
tengo!
Y la pata volvió a nadar por el río,
continuando sus ¡cuac... cuac... cuac...!
-¡Vuelva, vuelva! -gritó el cohete-. Tengo
muchas cosas que decirle.
Pero la pata no le hacía ningún caso.
-Me alegro de que se haya ido. Tiene realmente un
espíritu mediocre.
Y hundiéndose un poco más en el fango, empezaba
a reflexionar sobre la belleza del genio, cuando
de repente dos chiquillos con blusas blancas
llegaron al borde de la cuneta con un caldero y
unos leños.
-Ésta debe ser la comisión -dijo el cohete. Y
adoptó una digna compostura.
-¡Oh! -gritó uno de ellos-. Mira este palo
viejo. ¡Qué raro que haya venido a parar aquí!
Y sacó el cohete de la cuneta.
-¡Palo viejo! -refunfuñó el cohete-. ¡Imposible!
Habrá querido decir palo precioso. Palo precioso
es un cumplido. Me toma por un personaje de la
corte.
-¡Echémoslo al fuego! -dijo el otro muchacho-.
Así ayudará a que hierva la caldera.
Amontonaron los leños, colocaron el cohete sobre
ellos y prendieron fuego.
-¡Magnífico! -gritó el cohete-. Me colocan a
plena luz. Así todos me verán.
-Ahora vamos a dormir! -dijeron los niños-, y
cuando nos despertemos estará ya hirviendo la
caldera.
Y acostándose sobre la hierba cerraron los ojos.
El cohete estaba muy húmedo. Pasó un buen rato
antes de que ardiese. Sin embargo, al fin, prendió
el fuego en él.
-¡Ahora voy a partir! -gritaba.
Y se erguía y se estiraba.
-Sé que voy a subir más alto que las estrellas,
más alto que la luna, más alto que el sol.
Subiré tan arriba que...
-¡Fisss! ¡Fisss! ¡Fisss!
Y se elevó en el aire.
-¡Delicioso! -gritaba-. Seguiré subiendo así
siempre. ¡Qué éxito tengo!
Pero nadie lo veía.
Entonces comenzó a sentir una extraña impresión
de hormigueo.
-¡Voy a estallar! -gritaba-. Incendiaré el
mundo entero y haré tanto ruido, que no se
hablará de otra cosa en un año.
Y, en efecto, estalló.
-¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! -hizo la pólvora. La pólvora
no podía hacer otra cosa.
Pero nadie oyó, ni siquiera los dos muchachos
que dormían profundamente.
No quedó del cohete más que el palo que cayó
sobre la espalda de una oca que daba su paseo
alrededor de la zanja.
-¡Cielos! -exclamó-. ¡Ahora llueven palos!
Y se tiró al agua.
-¡Me parece que he causado una gran sensación!
-musitó el cohete.
Y expiró.
FIN
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