Pluma,
lapiz y veneno
Ha sido
constante motivo de reproche contra los artistas
y hombres de letras su carencia de una visión
integral de la naturaleza de las cosas. Como
regla, esto debe necesariamente ser así. Esa
misma concentración de visión e intensidad de
propósito que caracteriza el temperamento artístico
es en sí misma un modo de limitación. A
aquellos que están preocupados con la belleza de
la forma nada les parece de mucha importancia.
Sin embargo, hay muchas excepciones a esta regla.
Rubens sirvió como embajador, Goethe como
consejero de Estado, y Milton como secretario de
Cromwell. Sófocles desempeñó un cargo cívico
en su propia ciudad; los humoristas, ensayistas y
novelistas de la América moderna no parecen
desear nada mejor que transformarse en
representantes diplomáticos de su país; y el
amigo de Charles Lamb, Thomas Criffiths
Wainewright, terna de esta breve memoria, aunque
de un temperamento extremadamente artístico,
siguió muchos otros llamados además del llamado
del arte; no fue solamente un poeta y un pintor,
un crítico de arte, un anticuario, un prosista,
un aficionado a las cosas hermosas y un diletante
de las cosas encantadoras, sino también un
falsificador de capacidad más que ordinaria, y
un sutil y secreto envenenador, casi sin rival en
ésta o cualquier edad.
Este hombre destacable, tan poderoso con pluma,
lápiz y veneno, como dijo finamente de él
un gran poeta de nuestros propios días, había
nacido en Chiswick en 1794. Su padre era el hijo
de un distinguido abogado de Gray's Inn y Hatton
Carden. Su madre era hija del celebrado doctor
Griffiths, el editor y fundador de la Monthly
Review, el partícipe en otra especulación
literaria de Thomas Davis, ese famoso librero de
quien Johnson dijo que no era un librero, sino
un caballero que comerciaba en libros,
el amigo de Goldsmith y Wedgwood, y uno de los más
conocidos hombres de su día. La señora
Wainewright murió al darlo a luz, a la temprana
edad de veintiuno, y una noticia necrológica en
el Gentleman's Magazine nos habla de su amable
disposición y numerosos méritos y agrega
algo extrañamente que se supone que ella
había comprendido los escritos del señor Locke
tan bien como quizá no lo hizo ninguna persona
de uno u otro sexo hoy viviente. Su padre
no sobrevivió mucho a la joven esposa, y el
pequeño parece haber sido educado por su abuelo
y, tras la muerte de éste en 1803, por su tío,
George Edward Griffiths, a quien posteriormente
envenenó. Pasó su juventud en Lindon House,
Turnham Creen, una de aquellas muchas hermosas
mansiones georgianas que, desgraciadamente, han
desaparecido ante las incursiones del constructor
suburbano, y a sus amorosos jardines y bien
arbolado parque debió ese simple y apasionado
amor a la naturaleza que no lo abandonó a través
de su vida y que lo hizo tan particularmente
susceptible a las influencias espirituales de la
poesía de Wordsworth.
Sin embargo, no debemos olvidar que este joven
cultivado, que fue tan susceptible a las
influencias wordsworthianas, fue también uno de
los más sutiles y secretos envenenadores de ésta
o cualquier edad. Cómo se sintió inicialmente
fascinado por este extraño pecado, no nos lo
cuenta, y el diario en el que anotó
cuidadosamente los resultados de sus terribles
experimentos y los métodos que adoptó,
infortunadamente se ha perdido para nosotros.
Además, se mostró reticente hasta sus últimos
días en la materia y prefirió hablar sobre La
excursión y los Poemas basados en el afecto. No
hay duda, sin embargo, de que el veneno que usaba
era la estricnina. En uno de los hermosos anillos
que tanto lo enorgullecían, y que le servían
para ostentar el fino modelado de sus manos
marfileñas, acostumbraba llevar cristales de la
nux vomita india, un veneno -nos dice uno de sus
biógrafos- casi insípido, y capaz de una
disolución casi infinita. Sus asesinatos,
dice De Quincey, fueron más de los que se dieron
a conocer judicialmente. De esto no hay duda, y
algunos de ellos son merecedores de mención. Su
primera víctima fue su tío, Thomas Griffiths.
Lo envenenó en 1829 para tomar posesión de
Lindon House, un lugar al que se había sentido
siempre muy unido. En agosto del año siguiente
envenenó a la señora Abercrombie, su suegra, y
en diciembre envenenó a la amorosa Helen
Abercrombie, su cuñada. Por qué asesinó a la
señora Abercrombie no está averiguado. Puede
haber sido por un capricho, o para gratificar
cierto perverso sentimiento de poder que había
en él, o porque ella sospechaba algo, o por
ninguna razón. Pero el asesinato de Helen
Abercrombie fue llevado adelante por él y su
esposa en consideración a una suma de unas 18.000
libras, en la que ellos habían asegurado la vida
de ella en varias compañías.
Al agente de una compañía de seguros que lo
visitaba una tarde y que creyó que podría
aprovechar la ocasión para señalar que, después
de todo, el crimen era un mal negocio, le replicó:
Señor, ustedes, hombres de la Ciudad,
entran en sus especulaciones y aceptan sus
riesgos. Algunas de sus especulaciones tienen éxito,
algunas fracasan. Sucede que las mías han
fallado, sucede que las suyas han tenido éxito.
Esa es la única diferencia, señor, entre mis
visitantes y yo. Pero, señor, le mencionaré a
usted una cosa en la que yo he tenido éxito
hasta el final. He estado determinado a conservar
a través de la vida la posición de un caballero.
Siempre he hecho eso. Lo hago aún. Es costumbre
de este lugar que cada uno de los inquilinos de
una celda cumpla su turno de limpieza. ¡Yo ocupo
una celda con un albañil y un deshollinador,
pero ellos nunca me ofrecen la escoba!.
Cuando un amigo le reprochó el asesinato de
Helen Abercrombie, él se encogió de hombros y
dijo: Sí, fue cosa espantosa hacerlo, pero
tenía tobillos muy gruesos.
Naturalmente, está muy cerca de nuestro propio
tiempo para que seamos capaces de formar algún
juicio puramente artístico sobre él. Es
imposible no sentir un fuerte prejuicio contra un
hombre que podría haber envenenado a Tennyson, o
al señor Gladstone, o al señor de Balliol. Pero
si el hombre hubiera usado un ropaje y hablado un
idioma diferente del nuestro, si hubiera vivido
en la Roma imperial o en el tiempo del
Renacimiento italiano, o en la España del siglo
XVII, o en cualquier tierra y cualquier siglo que
no fueran los nuestros, hubiéramos sido capaces
de arribar a una estimación perfectamente
desprejuiciada de su posición y valor. Yo sé
que hay muchos historiadores, o al menos
escritores sobre asuntos históricos, que aun
creen necesario aplicar juicios morales a la
historia, y que distribuyen su elogio o reprobación
con la solemne complacencia de un maestro de
escuela satisfecho. Este es, sin embargo, un hábito
tonto, y solamente demuestra que el instinto
moral puede ser llevado a un grado tan elevado de
perfección que hace su aparición dondequiera no
es requerido. Ninguna persona con verdadero
sentido histórico soñaría nunca con reprobar a
Nerón, regañar a Tiberio, o censurar a César
Borgia. Esas personas son como los títeres de
una representación. Pueden llenarnos de terror,
horror o admiración, pero no pueden hacernos daño.
No están en relación inmediata con nosotros. No
tenemos nada que temer de ellos. Han pasado a la
esfera del arte y de la ciencia, y ni el arte ni
la ciencia saben nada de aprobación o
desaprobación moral. Y así puede suceder algún
día con el amigo de Charles Lamb. Por el momento,
siento que él es un poco demasiado moderno para
ser tratado con ese fino espíritu de curiosidad
desinteresada, al que debemos tantos encantadores
estudios de los grandes criminales del
Renacimiento italiano, de las plumas del señor
John Addington Symonds, la señorita Mary F.
Robinson, la señorita Vernon Lee y otros
distinguidos escritores. Sin embargo, el Arte no
lo ha olvidado. Él es el héroe de Hunted Down,
de Dickens; el Varney de la Lucretia, de Bulwer;
y es grato notar que la ficción ha rendido algún
homenaje a quien fue tan poderoso con pluma,
lápiz y veneno. Ser inspirador para la
ficción es mucho más importante que una simple
realidad.
FIN
Cuentos de Oscar Wilde
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