El
joven Rey
Aquella noche, la víspera
del día fijado para su coronación, el joven rey
se hallaba solo, sentado en su espléndida cámara.
Sus cortesanos se habían despedido todos,
inclinando la cabeza hasta el suelo, según los
usos ceremoniosos de la época, y se habían
retirado al Gran Salón del Palacio para recibir
las últimas lecciones del profesor de etiqueta,
pues aún había entre ellos algunos que tenían
modales rústicos, lo cual, apenas necesito
decirlo, es gravísima falta en cortesanos. El
adolescente todavía lo era, apenas tenía
dieciséis años no lamentaba que se
hubieran ido, y se había echado, con un gran
suspiro de alivio, sobre los suaves cojines de su
canapé bordado, quedándose allí, con los ojos
distraídos y la boca abierta, como uno de los
pardos faunos de la pradera, o como animal de los
bosques a quien acaban de atrapar los cazadores.
Y en verdad eran los cazadores quienes lo habían
descubierto, cayendo sobre él punto menos que
por casualidad, cuando, semidesnudo y con su
flauta en la mano, seguía el rebaño del pobre
cabrero que le había educado y a quien creyó
siempre su padre.
Hijo de la única hija del viejo rey, casada en
matrimonio secreto con un hombre muy inferior a
ella en categoría (un extranjero, decían
algunos, que había enamorado a la princesa con
la magia sorprendente de su arte para tocar el laúd;
mientras otros hablaban de un artista, de Rímini,
a quien la princesa había hecho muchos honores,
quizás demasiados, y que había desaparecido de
la ciudad súbitamente, dejando inconclusas sus
labores en la catedral), fue arrancado, cuando
apenas contaba una semana de nacido, del lado de
su madre, mientras dormía ella, y entregado a un
campesino pobre y a su esposa, que no tenían
hijos y vivían en lugar remoto del bosque, a más
de un día de camino de la ciudad.
El dolor, o la peste, según el médico de la
corte, o, según otros, un rápido veneno
italiano servido en vino aromático, mató, una
hora después de su despertar, a la blanca
princesa, y cuando el fiel mensajero que llevaba
al niño sobre la silla de su caballo bajaba del
fatigado animal y tocaba a la puerta de la cabaña
del cabrero, el cuerpo de la joven madre descendía
a la tumba abierta en el patio de una iglesia
abandonada, fuera de las puertas de la ciudad. En
aquel sepulcro yacía, según la voz popular,
otro cuerpo, el de un joven extranjero de
singular hermosura, cuyas manos estaban atadas a
su espalda con nudosa cuerda, y cuyo pecho estaba
lleno de rojas puñaladas.
Tal era, al menos, la historia que la gente
susurraba en secreto. Lo cierto era que el viejo
rey, en su lecho de muerte, ya sea movido del
remordimiento de su gran pecado, o ya deseoso de
que el reino quedara en manos de su descendiente
único, había hecho buscar al adolescente y, en
presencia del Consejo de la Corona, lo había
reconocido como heredero suyo.
Y parece que desde el primer momento en que el
joven fue reconocido dio muestras de aquella
extraña pasión de la belleza que debía ejercer
tan grande influjo sobre su vida. Los que lo
acompañaron a las habitaciones que se
dispusieron para su servicio, hablaban a menudo
del grito de felicidad que se le escapó al ver
las finas vestiduras y ricas joyas que allí le
esperaban, y de la alegría casi feroz con que
arrojó su basta túnica de cuero y su tosco
manto de piel de oveja. Echaba de menos, eso sí,
a veces, la hermosa libertad de la vida en el
bosque, y se mostraba pronto al enojo ante las
fastidiosas ceremonias de corte que le ocupaban
tanto tiempo cada día; pero el maravilloso
palacio Joyeuse lo llamaba,
del cual era señor ahora, le parecía un mundo
nuevo recién creado para su alegría; y en
cuanto podía escaparse de las reuniones del
Consejo y de las cámaras de audiencia bajaba
corriendo la gran escalera, donde había leones
de bronce dorado y escalones de luciente pórfido,
y vagaba de sala en sala, y de corredor en
corredor, como quien busca en la armonía el
calmante contra el dolor, la curación de una
enfermedad.
En estos viajes de descubrimiento, según él los
llamaba y en verdad lo eran para él,
verdaderos viajes a través de una tierra
prodigiosa, lo acompañaban en ocasiones
los delgados y rubios pajes de la corte, con sus
mantos flotantes y alegres cintas voladoras; pero
las más de las veces iba solo, porque, con rápido
instinto, que casi era adivinación, comprendió
que los secretos del arte se aprenden mejor en
silencio.
De él se contaban, en aquella época de su vida,
muchas historias curiosas. Se decía que un gordo
burgomaestre, que había venido a pronunciar una
florida pieza de oratoria en representación de
los habitantes de la ciudad, lo había
sorprendido contemplando con verdadera adoración
un hermoso cuadro que acababan de traer de
Venecia. En otra ocasión se había perdido
durante varias horas, y después de largas
pesquisas se le descubrió en un camarín, en una
de las torrecillas del lado norte del palacio,
adorando, como en éxtasis, una joya griega.
Se le había visto, según otro cuento, como
iluminado ante una estatua antigua de mármol que
se había descubierto en el fondo del río,
cuando se construyó el puente de piedra. Se había
pasado toda una noche contemplando el efecto que
producía la luz de la luna sobre una imagen
argentada de una diosa.
Todos los materiales raros y preciosos lo
fascinaban y en su deseo de obtenerlos había
enviado a países extranjeros a muchos mercaderes,
unos a comprar ámbar a los rudos pescadores de
los mares del Norte; otros a Egipto en busca de
aquella curiosa turquesa verde que sólo se
encuentra en las tumbas de los reyes y dicen que
posee propiedades mágicas; otros aun a Persia en
busca de alfombras de seda y alfarería pintada,
y otros, en fin, a la India a comprar gasa y
marfil teñido, piedras lunares y brazaletes de
jade, madera de sándalo y esmalte azul y mantos
de lana fina.
Pero lo que más le había preocupado era el
traje que había llevar en la fiesta de su
coronación, el traje de oro entretejido, y la
corona tachonada de rubíes, y el cetro con sus
hileras y cercos de perlas. En realidad, en eso
pensaba aquella noche, mientras yacía en su
lujoso canapé, con la vista fija en el gran leño
de pino que ardía en la chimenea abierta. Los
dibujos, que eran obra de los más famosos
artistas de la época, habían sido sometidos a
su aprobación meses antes, y él había dado órdenes
para que los artífices trabajaran día y noche a
fin de ejecutarlos, y para que en el mundo entero
se buscaran gemas dignas de su traje. Con la
imaginación se veía de pie ante el altar mayor
de la catedral, con las hermosas vestiduras
regias, y una sonrisa jugueteaba en sus labios
infantiles e iluminaba con lustroso brillo sus
oscuros ojos.
Poco después se levantó de su asiento y,
recostado sobre la repisa de la chimenea, paseó
su vista en derredor de la habitación tenuemente
alumbrada. Un gran armario con incrustaciones de
ágata y lapislázuli llenaba uno de los rincones,
y frente a la ventana había un arcón
curiosamente labrado con láminas de oro,
barnizadas de laca, sobre el cual había unas
finas copas de cristal veneciano y una taza de ónix
de vetas oscuras. En la colcha de seda de la cama
estaban bordadas amapolas pálidas, como si el
sueño las hubiera dejado escapar de las
fatigadas manos, y altos junquillos de marfil
estriado sostenían el dosel de terciopelo, del
cual subían, como espuma blanca, grandes plumas
de avestruz, hasta la plata pálida del calado
techo. Sobre la mesa había un ancho tazón de
amatista.
Afuera veía el príncipe la enorme cúpula de la
catedral, levantándose como una burbuja sobre
las casas sombrías, y miraba a los centinelas
haciendo su recorrido, llenos de aburrimiento,
sobre la nebulosa terraza del río. Muy lejos, en
un huerto, cantaba un ruiseñor. Vago aroma de
jazmín entraba por la ventana. El joven rey echó
hacia atrás sus cabellos, y tomando en las manos
un laúd, dejó vagar sus dedos sobre las cuerdas.
Sus párpados, pesados, cayeron, y una languidez
extraña se apoderó de él. Nunca había sentido
tan agudamente y con tanta alegría la magia y el
misterio del arte.
Cuando la medianoche sonó en el reloj de la
torre, tocó un timbre, y sus pajes entraron y lo
desvistieron con mucha ceremonia, echándole agua
de rosas en las manos y regando flores sobre su
almohada. Pocos momentos después de haber salido
los pajes, el rey dormía.
* *
Y mientras dormía soñó, y éste fue su sueño.
Creyó estar de pie en un desván largo, de techo
bajo, entre el zumbido y repiqueteo de muchos
telares. Escasa luz penetraba a través de las
enrejadas ventanas, y le mostraba las flacas
figuras de los tejedores, inclinados sobre sus
bastidores. Niños pálidos, de aspecto enfermizo,
se agachaban en los enormes traveses. Cuando las
lanzaderas corrían entre la urdimbre, levantaban
las pesadas tablillas, y cuando las lanzaderas se
detenían, dejaban caer las tablillas y juntaban
los hilos. Las caras estaban contraídas por el
hambre, y las manos temblaban y se estremecían.
Unas mujeres demacradas se hallaban sentadas
alrededor de una mesa, tejiendo. Horrible olor
llenaba el lugar. El aire estaba pestilente y
pesado, y los muros chorreaban humedad.
El joven rey se acercó a uno de los tejedores,
se detuvo junto a él y lo contempló.
El tejedor lo miró con ira y dijo:
¿Por qué me miras? ¿Eres un espía,
puesto aquí por el amo?
¿Quién es tu amo? preguntó el
joven rey.
¡Nuestro amo! exclamó el tejedor,
con amargura. Es un hombre como nosotros.
Pero, en realidad, hay mucha diferencia entre
nosotros: él lleva buena ropa, mientras yo llevo
harapos, y mientras yo padezco de hambre, él
padece por exceso de alimentación.
El país es libre dice el reyy
tú no eres esclavo de nadie.
En la guerra dijo el tejedor
los fuertes hacen esclavos a los débiles, y en
la paz, los ricos hacen esclavos a los pobres.
Tenemos que trabajar para vivir, y nos dan
salario tan escaso que nos morimos. Trabajamos
para ellos todo el día, y ellos amontonan oro en
sus cofres, mientras nuestros hijos se marchitan
antes de tiempo, y las caras de los que amamos se
vuelven duras y malas. Nosotros pisamos las uvas,
y otros se beben el vino. Sembramos el trigo, y
nuestra mesa está vacía. Estamos en cadenas,
aunque nadie las ve; y somos esclavos, aunque los
hombres nos llamen libres.
¿Y ocurre así con todos? preguntó
el rey.
Así ocurre con todos contestó el
tejedor, con los jóvenes y con los viejos,
con las mujeres y con los hombres, con los niños
pequeños y con los viejos que se inclinan al
peso de la edad. Los mercaderes nos oprimen y
tenemos que hacer su voluntad. El sacerdote cruza
junto a nosotros repasando las cuentas del
rosario, y nadie se ocupa de nosotros. A través
de nuestras callejuelas sin sol se arrastra la
Pobreza con sus ojos hambrientos, y el Pecado con
su cara podrida la sigue de cerca. La Desgracia
nos despierta en la mañana y la Vergüenza nos
acompaña en la noche. Pero ¿esto qué te
importa a ti? Tú no eres de los nuestros. Tienes
cara demasiado feliz.
Y le volvió la espalda gruñendo y echó su
lanzadera a través de la urdimbre, y el joven
rey vio que llevaba hilos de oro.
Y grave terror se apoderó de él, y dijo al
tejedor:
¿Qué vestidura es la que tejes?
Es la vestidura para la coronación del
joven rey respondió el obrero. ¿A
ti, qué más te da?
Y el joven rey lanzó un gran grito, y despertó;
y he aquí que se hallaba en su propia habitación,
y a través de la ventana vio la gran luna color
de miel suspendida en el aire oscuro.
* *
Y se durmió de nuevo, y soñó, y éste fue su
sueño.
Creyó encontrarse sobre la cubierta de una
enorme galera en la que remaban cien esclavos.
Sobre una alfombra, junto a él, se hallaba
sentado el jefe de la galera. Era negro como el
ébano, y su turbante era de seda carmesí.
Grandes aros de plata pendían de los espesos lóbulos
de sus orejas, y en sus manos tenía una balanza
de marfil.
Los esclavos estaban desnudos, salvo el paño de
la cintura, y cada hombre estaba atado con
cadenas a su vecino. El sol tórrido caía a
plomo sobre ellos, y los negros corrían sobre el
puente y los azotaban con látigos de cuero. Los
esclavos movían los brazos y empujaban los remos
a través del agua. Al golpe del remo saltaba la
espuma salobre.
Al fin llegaron a una pequeña bahía, y
comenzaron a sondear. Ligero viento soplaba de la
tierra y cubría de fino polvo rojo el maderamen
y la gran vela latina. Tres árabes montados
sobre asnos salvajes aparecieron sobre la playa y
arrojaron lanzas sobre ellos. El jefe de la
galera tomó en sus manos un arco pintado e hirió
en la garganta a uno de los árabes, que cayó
pesadamente sobre la arena, mientras sus compañeros
huyeron galopando. Una mujer envuelta en un velo
amarillo les seguía despacio sobre un camello y
de cuando en cuando volvía la cabeza hacia el
muerto.
Cuando hubieron echado el ancla y bajado la vela,
los negros descendieron a la cala del buque y
sacaron una larga escala de cuerdas con lastre de
plomo. El jefe de la galera echó al agua la
escala, después de haber enganchado el extremo
en dos puntales de hierro. Entonces los negros
asieron al más joven de los esclavos, le
quitaron sus grillos, le llenaron de cera las
narices y las orejas y le ataron una gran piedra
a la cintura. Con aire cansado descendió por la
escala y desapareció en el mar. Unas cuantas
burbujas se levantaron del lugar donde se hundió.
Algunos de los otros esclavos miraron con
curiosidad hacia el mar. En la proa de la galera
estaba sentado un encantador de tiburones,
tocando monótonamente un tambor para alejarlos.
Momentos después, el buzo surgió del agua y
jadeando asió la escala. Traía la perla en la
mano derecha. Los negros se la quitaron y
volvieron a echarlo al agua. Los esclavos se
quedaron dormidos sobre sus remos.
Una vez y otra vez bajó y subió el joven
esclavo, y cada vez trajo en la mano una hermosa
perla. El jefe de la galera las pesaba y las ponía
en un saquito de cuero verde.
El joven rey quería hablar; pero su lengua parecía
pegada al paladar, y sus labios se negaban a
moverse. Los negros parloteaban entre sí y
comenzaron a pelearse por una sarta de cuentas
brillantes. Dos grullas volaban en torno al barco.
El buzo subió por última vez y la perla que
trajo era más hermosa que todas las perlas de
Ormuz, porque tenía forma de luna llena y era más
blanca que la estrella de la mañana. Pero la
cara del buzo tenía extraña palidez, y se le
vio caer sobre la cubierta del buque: le brotaba
sangre de la nariz y de las orejas. Se agitó
durante breves momentos, y luego dejó de moverse.
Los negros se encogieron de hombros, y echaron al
agua el cadáver.
Y el jefe de la galera lanzó una carcajada, y
extendiendo la mano tomó la perla, y cuando la
hubo contemplado, la apretó contra su frente y
se inclinó como saludando.
Será dijo para el cetro del
joven rey.
E hizo seña a los negros para que levaran el
ancla.
Y cuando el joven rey oyó esto, dio un gran
grito y despertó, y a través de la ventana vio
los largos dedos de la aurora atrapando las
estrellas que se apagaban.
* *
Y se quedó de nuevo dormido, y soñó, y éste
fue su sueño.
Creyó que vagaba por un bosque oscuro, lleno de
frutos extraños y de lindas flores venenosas.
Los áspides silbaban a su paso, y los loros
relucientes volaban, gritando de rama en rama.
Enormes tortugas yacían dormidas sobre el barro
caliente. Los árboles estaban llenos de monos y
de pavos reales.
Caminó largo tiempo hasta llegar a la salida del
bosque, y allí vio una inmensa multitud de
hombres que trabajaban en el lecho de un río
seco ya. Llenaban la tierra como hormigas. Abrían
hoyos profundos en el suelo y descendían a ellos.
Unos rompían las rocas con grandes hachas; otros
escarbaban en la arena. Arrancaban de raíz los
cactos y pisoteaban las flores de color escarlata.
Se movían a prisa, daban voces y ninguno estaba
ocioso.
Desde la oscuridad de una caverna la Muerte y la
Avaricia los observaban, y la Muerte dijo:
Estoy cansada, dame una tercera parte de
ellos, y déjame ir.
Pero la Avaricia movió la cabeza negativamente:
Son mis siervos dijo.
Y la Muerte le preguntó:
¿Qué tienes en la mano?
Tengo tres granos de trigo contestó
la Avaricia; ¿qué te importa?
Dame uno de ellos dijo la Muerte
para plantarlo en mi huerto; uno solo de ellos, y
me iré.
No te doy nada dijo la Avaricia, y
escondió la mano en los pliegues de su vestidura.
Y la Muerte lanzó una carcajada, y tomó en sus
manos una taza y la introdujo en un charco de
agua, y de la taza se levantó la Fiebre Palúdica.
Con ella atravesó por entre la multitud, y la
tercera parte de ellos quedaron muertos. Fría
niebla la seguía, y las serpientes de agua corrían
a su lado.
Y cuando la Avaricia vio que morían tantos
hombres, se dio golpes de pecho y lloró. Golpeó
su pecho estéril y dio voces.
Has matado la tercera parte de mis siervos
gritó. ¡Vete! Hay guerra en los
montes de Tartaria, y los reyes de cada fracción
te llaman. Los afganos han matado el toro negro y
marchan al combate. Pegan en sus escudos con sus
lanzas, y se han puesto los yelmos de hierro. ¿Qué
tiene mi valle que en él te detienes tanto
tiempo? Vete y no vuelvas más.
No respondió la Muerte, no me
iré mientras no me des el grano de trigo.
Pero la Avaricia cerró la mano y apretó los
dientes:
No te doy nada murmuró.
Y la Muerte lanzó una carcajada, y tomó en sus
manos una piedra y la lanzó al bosque, y de la
maleza de cicutas silvestres salió la Fiebre en
traje de llamas. Atravesó la multitud y tocó a
los hombres, y murió cada hombre a quien ella
tocó. La hierba se secaba bajo sus pies.
Y la Avaricia tembló y se echó ceniza sobre la
cabeza.
Eres cruel gritó, eres cruel.
Hay hambre en las amuralladas ciudades de la
India, y las cisternas de Samarcanda se han
secado. Hay hambre en las amuralladas ciudades de
Egipto, y las langostas vienen del desierto. El
Nilo no ha rebasado sus orillas, y los sacerdotes
maldicen a Isis y a Osiris. Vete adonde te
necesitan, y déjame mis siervos.
No respondió la Muerte;
mientras no me hayas dado un grano de trigo, no
me iré.
No te doy nada dijo la Avaricia.
Y la Muerte lanzó otra carcajada y silbó por
entre los dedos, y por el aire vino volando una
mujer. El nombre de Peste estaba escrito sobre su
frente, y una multitud de buitres flacos volaba
en torno suyo. Cubrió el valle con sus alas, y
ningún hombre quedó vivo.
Y la Avaricia huyó gritando a través del bosque
y la Muerte subió sobre su caballo rojo y partió
al galope, y su galope era más rápido que el
viento.
Y del limo, en el fondo del valle brotaron
dragones y seres horribles con escamas, y los
chacales llegaron trotando por entre la arena,
olfateando el aire.
Y el joven rey lloró, y preguntó:
¿Quiénes eran estos hombres, y qué
buscaban?
Rubíes para una corona de rey le
respondió una voz.
Sobresaltado el rey, se volvió y vio a un hombre
en hábito de peregrino, con un espejo de plata
en la mano.
Y el rey palideció, y preguntó:
¿Para qué rey?
Y el peregrino contestó:
Mira en este espejo y lo verás.
Y miró en el espejo y, al ver su propia cara,
lanzó un gran grito y despertó y la vívida luz
del sol entraba a torrentes en la habitación, y
en los árboles del jardín cantaban los pájaros.
* *
Y el chambelán y los altos funcionarios del
Estado entraron y le hicieron homenaje; y los
pajes le trajeron la vestidura de oro entretejido,
y pusieron delante de él la corona y el cetro.
Y el joven rey los miró, y eran de gran belleza.
Más bellos que cuanto había visto hasta
entonces. Pero recordó sus sueños y dijo a sus
caballeros:
Llévense estas cosas, que no voy a usarlas.
Y los cortesanos se asombraron y hubo quienes se
rieron, porque creían que se trataba de una
broma.
Pero les habló de nuevo con severidad y dijo:
Llévense estas cosas y escóndanlas lejos
de mí. Aunque sea el día de mi coronación, no
las usaré. Porque en los telares de la Desgracia
y con las blancas manos del Dolor se ha tejido la
vestidura. Hay Sangre en el corazón del rubí y
hay Muerte en el corazón de la perla.
Y les contó sus tres sueños.
Y cuando los cortesanos los oyeron, se miraron
entre sí y murmuraron:
Ciertamente está loco. ¿Pues no son sueños
los sueños y visiones las visiones? No son cosas
reales para que hagamos caso de ellas. ¿Y qué
tenemos que ver con las vidas de los que trabajan
para nosotros? ¿No ha de comer pan el hombre
mientras no haya visto al sembrador de trigo, ni
ha de beber vino mientras no haya hablado con el
viñatero?
Y el chambelán habló al joven rey, y le dijo:
Señor, le ruego que aleje de usted esos
pensamientos negros. Vístase con la hermosa
vestidura y ponga la corona sobre su cabeza.
Porque ¿cómo sabrá el pueblo que es rey, si no
lleva vestidura de rey?
Y el joven rey lo miró y preguntó:
¿Es así, en verdad? ¿No sabrán que soy
rey si no llevo vestidura de rey?
No lo conocerán, señor dijo el
chambelán.
Creí que había hombres que tenían aire
de reyes respondió; pero puede que
sea verdad lo que dices. Y, sin embargo, no me
pondré esa vestidura, ni me coronaré con esa
corona, sino que saldré del palacio como entré
en él.
Y pidió a todos que se fueran, excepto a un paje
a quien retuvo como compañero, adolescente más
joven que él en un año, lo retuvo para su
servicio, y, cuando se hubo bañado en agua clara,
abrió un gran arcón pintado y de él sacó la túnica
de cuero y el tosco manto de piel de oveja que
usaba cuando desde las colinas vigilaba las
hirsutas cabras del cabrero. Se puso la túnica y
el manto rústico y tomó en sus manos el rudo
cayado del pastor.
Y el pajecito abrió con asombro sus grandes ojos
azules y le dijo sonriendo:
Señor, veo su túnica y su cetro, pero ¿dónde
está su corona?
Y el joven rey arrancó una rama de espino que
trepaba por el balcón y la dobló e hizo con
ella un cerco y se lo puso sobre la cabeza.
Ésta será mi corona respondió.
Y así ataviado salió de su cámara al Gran Salón,
donde los nobles lo esperaban.
Y los nobles se burlaban, y hubo quienes gritaran:
Señor: el pueblo espera a su rey y usted
le muestra un mendigo.
Y otros se indignaban y decían:
Pone en vergüenza al Estado y es indigno
de ser nuestro señor.
Pero él no respondió palabra, sino que siguió
adelante. Descendió por la luciente escalera de
mármol rojo, y salió por las puertas de bronce.
Montó sobre su caballo y fue hacia la catedral,
mientras el pajecito corría tras él.
Y la gente se reía y decía:
Es el bufón del rey el que pasa a caballo.
Y se burlaban de él.
Y el rey detuvo al caballo y dijo:
No; soy el rey.
Y les contó sus tres sueños.
Y un hombre salió de entre la multitud y le habló
con amargura, y le dijo:
Señor, ¿no sabe que del lujo de los ricos
se sustenta la vida del pobre? Su vanidad nos
nutre y sus vicios nos dan pan. Trabajar para el
amo duro es amargo; pero es más amargo aún no
tener amo para quien trabajar. ¿Cree usted que
los cuervos nos han de alimentar? ¿Y qué
remedio propone para estas cosas? ¿Dirá al
comprador: Comprarás tanto, y al
vendedor: Venderás a tal precio? De
seguro que no. Vuelva, pues, a su palacio, y
vista la púrpura y el lino. ¿Qué tiene que ver
con nosotros, ni con lo que sufrimos?
¿No son hermanos el rico y el pobre?
preguntó el rey.
Sí respondió el hombre y el
hermano rico se llama Caín.
Y al joven rey se le llenaron los ojos de lágrimas,
y siguió avanzando a caballo por entre los
murmullos de la gente, y el pajecito se asustó y
lo abandonó.
* *
Y cuando llegó al pórtico de la catedral, los
soldados le opusieron sus alabardas y le dijeron:
¿Qué buscas aquí? Nadie ha de entrar por
esta puerta sino el rey.
Y la cara se le enrojeció de ira, y les dijo:
Soy el rey.
Y apartando las alabardas, pasó por entre ellos
y entró al templo.
Y cuando el anciano obispo lo vio entrar vestido
de cabrero, se levantó con asombro de su trono,
y avanzó a recibirlo y le dijo:
Hijo mío, ¿es éste el traje de un rey?
¿Y con qué corona he de coronarte, y qué cetro
colocaré en tus manos? Ciertamente, para ti éste
debiera ser día de gozo y no de humillación.
¿Debe la Alegría vestirse con lo que
fabricó el Dolor? dijo el joven rey. Y
contó al obispo sus tres sueños.
Y cuando el obispo los oyó, frunció el ceño y
dijo:
Hijo mío, soy un anciano y estoy en el
invierno de mis días y sé que se hacen muchas
cosas malas en el ancho mundo. Los bandidos
feroces bajan de las montañas y se llevan a los
niños y los venden a los moros. Los leones
acechan a las caravanas y saltan sobre los
camellos. Los jabalíes salvajes arrancan de raíz
el trigo de los valles, y las zorras roen las
vides de la colina. Los piratas asuelan las
costas del mar y queman los barcos de los
pescadores y les quitan sus redes. En los
pantanos salinos viven los leprosos; tienen casas
de juncos y nadie puede acercárseles. Los
mendigos vagan por las ciudades y comen su comida
con los perros. ¿Puedes impedir que estas cosas
sean? ¿Harás del leproso tu compañero de lecho
y sentarás al mendigo a tu mesa? ¿Hará el león
lo que le mandes y te obedecerá el jabalí? ¿No
es más sabio que tú aquel que creó la
desgracia? Rey, no aplaudo lo que has hecho, sino
que te pido que vuelvas al palacio y te pongas
las vestiduras que sientan a un rey, y con la
corona de oro te coronaré y el cetro de perlas
colocaré en tus manos. Y en cuanto a los sueños,
no pienses más en ellos. La carga de este mundo
es demasiado grande para que la soporte un solo
hombre y el dolor del mundo es demasiado para que
lo sufra un solo corazón.
¿Eso dices en esta casa? interrogó
el joven rey; y dejó atrás al obispo, subió
los escalones del altar, y se detuvo ante la
imagen de Cristo.
A su mano derecha y a su izquierda se hallaban
los vasos maravillosos de oro, el cáliz con el
vino amarillo y con el óleo santo. Se arrodilló
ante la imagen de Cristo y las velas ardían
esplendorosamente junto al santuario enjoyado y
el humo del incienso se rizaba en círculos
azules al ascender a la cúpula. Inclinó la
cabeza en oración y los sacerdotes de vestiduras
rígidas huyeron del altar.
Y de pronto se oyó el tumulto desatado que
reinaba en la calle y los nobles entraron al
templo espada en mano y agitando sus plumeros y
embrazando sus escudos de pulido acero.
¿Dónde está el soñador de locuras?
exclamaban. ¿Dónde está el rey
vestido de mendigo, el que trae la vergüenza
sobre el Estado? En verdad que hemos de matarlo,
porque es indigno de regirnos.
Y el joven rey inclinó de nuevo la cabeza y oró,
y he aquí que, a través de las vidrieras de
colores, bajaba sobre él a torrentes la luz del
día, y los rayos del sol tejieron en torno suyo
una vestidura más hermosa que aquella que fue
tejida para darle placer. El cayado seco floreció
y se llenó de lirios más blancos que las perlas.
La seca rama de espino floreció, y dio rosas más
rojas que los rubíes. Más blancos que perlas
finas eran los lirios, y sus pecíolos eran de
plata luciente. Más rojas que rubíes espinelas
eran las rosas, y sus hojas eran de oro batido.
Se quedó inmóvil en su traje de rey, y las
puertas del enjoyado santuario se abrieron, y del
cristal de la custodia radiante brotó
maravillosa y mística luz. Se quedó inmóvil en
su traje de rey, y la Gloria del Señor llenó el
lugar, y los santos en sus nichos labrados parecían
moverse. Con el hermoso traje regio quedó inmóvil
ante ellos, y el órgano lanzó su música, y los
trompeteros soplaron en sus trompetas, y los niños
cantores alzaron sus voces.
Y el pueblo cayó de rodillas con espanto, y los
nobles envainaron sus espadas y le rindieron
homenaje, y el obispo palideció y le temblaron
las manos:
Te ha coronado uno más grande que yo
dijo, y se arrodilló ante él.
Y el joven rey bajó el altar mayor, y volvió al
palacio, atravesando la multitud. Pero ninguno se
atrevió a mirarlo a la cara, porque era
semejante a la de los ángeles.
FIN
Cuentos de Oscar Wilde
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Infantiles
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