El albañil
Hace ya muchos
años, muchos años, vivía en Granada un pobre
albañil, tan buen creyente, que guardaba
fielmente todos los preceptos. Pero su fe estaba
constantemente sometida a prueba, pues todos sus
esfuerzos por conseguir trabajo resultaban
inútiles y cada día era mayor la pobreza que
reinaba en su casa y mayor el hambre que pasaba
su numerosa familia.
Lo mismo el pobre albañil que su esposa sufrían
lo indecible por esa situación, no sólo por
ellos mismos, sino principalmente por los hijos.
Y el hombre se pasaba muchas horas en vela,
discurriendo la forma de conseguir trabajo.
Una noche, cuando por fin había logrado
conciliar el sueño, despertó sobresaltada al
oír que alguien golpeaba con fuerza la puerta de
la mísera casucha en la que vivía. Encendió
una vela - la última que les quedaba en la casa
- y corrió a abrir.
- ¿Quién podrá ser, a esas horas? -se
preguntaba-. Ninguna buena noticia, por supuesto.
¡Hace tiempo que nadie me ha dado ninguna!
Pero cuando abrió la puerta, su mal humor se
transformó en asombro. A su vista apareció la
figura de un caballero alto, flaco y de aspecto
demacrado, al que la temblona luz de la vela daba
una apariencia fantasmal y que se envolvía en
una amplia capa.
- Vengo en tu busca, buen hombre -le dijo el
desconocido-. Sé que eres un buen creyente y eso
me hace suponer que eres de fiar. ¿Quieres
efectuar esa misma noche una tarea que no admite
demora?
- Desde luego, caballero, desde luego -respondió
el albañil, sin dudar lo más mínimo-. Trabajo
es lo único que deseo y todas las horas son
buenas para el que no conoce la pereza. Pero,
naturalmente, tendréis que pagarme como
corresponda.
- Así será. Y no tendrás queja de mí, estoy
seguro. Pero impongo una condición -respondió
el caballero.
- ¿Cuál, señor?
- Como que el asunto es algo secreto, me
permitirás que te vende los ojos.
El albañil no puso ningún reparo a esa
condición, pues lo único que a él le importaba
era ganar algún dinero. Y así, en cuanto el
caballero le hubo vendado los ojos con un
pañuelo que ya llevaba preparado, dejóse
conducir dócilmente por una serie de callejuelas
tortuosas. Anduvieron durante largo rato hasta
que, por fin, se detuvieron y oyó claramente
cómo el caballero metía una llave en la
cerradura de una puerta que, por el ruido, que
hizo al abrirse, sin duda era muy pesada.
Traspuesto el umbral, oyó correr el cerrojo a
sus espaldas y, finalmente, recorrieron un largo
pasillo.
Por fin, el caballero le quitó la venda de los
ojos y entonces el albañil advirtió que se
encontraban en una espaciosa sala interior, que
daba a un patio, apenas iluminado por el débil
resplandor de la luna.
El hombre experimentó un escalofrío. Pero se
sobrepuso al escuchar la voz del caballero:
-Tu trabajo consistirá en hacer una pequeña
bóveda, bajo la taza de esa fuente morisca que
hay en el centro del patio. Y conviene que
procures terminarla hoy mismo.
- Lo intentaré, señor -contestó el albañil,
disponiéndose a empezar el trabajo sin perder un
minuto.
- Ahí, junto a la fuente, encontrarás ladrillos,
y todas las herramientas que puedas necesitar.
Nuestro hombre trabajó incansable durante largas
horas, pero pronto se convenció de que era
completamente imposible terminarla, pues
requería más tiempo del que a primera vista
parecía. Así mismo lo comprendió el caballero,
y antes de rayar el alba le llamó, poniéndole
una moneda de oro en la palma de la mano.
- Ya basta por hoy. Esa moneda es en pago del
trabajo realizado. ¿Estás conforme en volver
mañana por la noche, para terminar tu obra?
- ¡Desde luego, señor! Siempre que el pago sea
el mismo...
- Lo será -afirmó el caballero.
Y vendándole de nuevo los ojos le llevó hasta
la puerta de su casa.
Durante todo el camino el albañil no dejó de
acariciar la moneda de oro que había recibido en
pago de su trabajo. Estaba contentísimo,
imaginando la sorpresa de su mujer y al pensar
que durante algunos días, por lo menos, sus
hijos dejarían de pasar hambre.
- Hasta mañana, a medianoche - le dijo el
caballero, al despedirse, y antes de perderse en
la semioscuridad del amanecer.
Todo el día lo pasaron el albañil y su mujer,
discurriendo quién podía ser aquel caballero y
a qué fin destinaba la bóveda que le había
encargado. Pero de esas preocupaciones no
participaban sus hijos. No sólo porque el
albañil, discreto, sólo a su mujer le contó la
extraña aventura, sino también porque bastante
ocupados estaban los chiquillos comiendo cuanto
pan y tocino querían, con lo cual se desquitaban
del hambre de muchas semanas. A medianoche,
cuando toda la ciudad dormía, de nuevo sonaron
unos golpes en la puerta del albañil. Y nuestro
hombre se apresuró a abrir y esta vez no sintió
temor alguno a la vista de la figura alta y
enjuta del caballero.
Por el contrario, pensando en la moneda de oro
que también aquella noche recibiría en pago de
su trabajo, se dejó vendar los ojos y con gran
contento siguió al misterioso caballero por
calles que, debido sin duda a su estado de ánimo,
le parecieron menos tortuosas que el día
anterior.
Aún faltaban más de dos horas para el amanecer,
cuando nuestro hombre puso término a su trabajo.
- Muy bien -dijo el caballero-. Ahora tienes que
ayudarme a meter en esa bóveda unos bultos que
tengo escondidos tras unas columnas. Al albañil
se le erizaron los cabellos, temiendo que los
bultos de los que el caballero hablaba, pudieran
ser algo delictivo, y el escalofrío que le
recorrió el cuerpo le hizo temblar de tal modo
que, por unos momentos, fue incapaz de hacer el
menor movimiento.
- ¡Vamos, date prisa! -gritó el caballero.
Aquellas palabras impacientes le devolvieron a la
realidad. Y haciendo un esfuerzo, siguió al
caballero hasta una cámara algo apartada, pero
temiendo encontrarse, de un momento a otro,
frente a algún horrible espectáculo.
¡Qué alivio experimentó cuando, ocultos tras
unas columnas, advirtió cuatro grandes odres que,
al parecer, contenían dinero.
Ya tranquilizado, unió sus esfuerzos a los del
caballero y por fin pudieron arrastrarlos hasta
la bóveda.
- Ahora cierra ese nicho de forma que nadie pueda
imaginar lo que oculta.
El albañil, que era muy diestro, restauró con
tanta maestría el pavimento, que nadie hubiera
podido suponer la obra que allí se había
realizado, por lo cual el caballero se mostró
satisfechísimo y le entregó, no una, sino dos
monedas de oro.
Seguidamente le vendó de nuevo los ojos,
conduciéndole esta vez por un camino distinto al
de las otras veces. Subieron y bajaron por
callejuelas tortuosas y empinadas, y por
pasadizos que parecían no tener fin. Cuando se
detuvieron, el caballero no le quitó la venda,
sino que, por el contrario, le dijo:
- Espera aquí sin moverte un paso, mientras no
oigas tocar a maitines la campana de la catedral.
Sólo entonces podrás destaparte los ojos y
regresar a tu casa. Si no me obedeces, grandes
desgracias caerán sobre tu familia y tu propia
persona. Y partió.
Ni por un segundo sintió nuestro hombre la
tentación de desobedecer a quien tan
generosamente le había pagado. El tiempo que
tuvo que esperar antes de oír las campanas de la
catedral se le hizo corto, porque se distrajo
sopesando las monedas que acababa de recibir y
haciéndolas tintinear la una contra la otra,
Pero cuando por fin oyó el tañido de la campana,
se arrancó de un tirón la venda y miró a su
alrededor para orientarse. Estaba junto al río
Genil y le fue fácil llegar rápidamente a su
casa, donde su mujer le esperaba con la
impaciencia que es de suponer.
Durante quince días la familia fue completamente
feliz, pudiendo comer cuanto les apetecía. Pero,
pasado ese tiempo, el albañil se encontró tan
pobre como antes y con las mismas dificultades
para encontrar quien le encargara trabajo, con lo
cual de nuevo cayó en la más negra melancolía,
a pesar de los esfuerzos de la esposa por
alentarle y darle ánimos.
- Ya verás -le decía, animosa-. Ya verás cómo
algún día cambia tu suerte. Somos buenos y tú
eres honrado y trabajador, ¡no es posible que la
desgracia nos persiga indefinidamente!. ¡Quién
sabe!... A veces suceden cosas extraordinarias y
Dios nunca abandona a los que, como nosotros,
confían en El y guardan sus preceptos.
- Sí, mujer, lo sé -contestaba el pobre hombre-.
También yo espero que algún día cambie nuestra
suerte y consiga trabajo abundante y bien pagado,
a fin de poder alimentamos a ti y a nuestros
hijos. Pero, entretanto, ¿cómo quieres que no
esté triste, viendo cómo los niños apenas si
pueden hacer una mala comida al día... ?
Y así pasaron algunos meses.
Hasta que, una tarde, estaba el pobre albañil
sentado frente a la puerta de su casucha,
meditabundo y abatido como de costumbre, con la
cabeza apoyada en las manos, reflexionando en
busca de alguna solución que le permitiera salir
de apuros de una vez para siempre, cuando una
tosecilla discreta y unos pasos que se detenían
junto a él le sacaron de sus meditaciones.
Levantó la vista y vio ante sí a un anciano. Le
reconoció al instante. Era uno de los hombres
más ricos, pero también más avaros de la
ciudad, un hombre que había amasado su fortuna
aprovechándose de la necesidad de los pobres,
llegando a convertirse en propietario de muchas
casas, a cuyos inquilinos explotaba de un modo
tacaño y miserable.
El albañil le miró interrogante y el acaudalado
anciano, con voz chillona y desagradable, dijo:
- Buenas tardes, buen hombre.
- Buenas tardes, señor -contestó el albañil-.
¿En qué puedo serviros?
«Quizá me encargue algún trabajo -pensaba-. Si
es así, me pagará muy poco, lo sé, pero aunque
así sea, tendré que aceptar, siendo tan grande
como es mi pobreza.»
El anciano avaro, como si adivinara sus
pensamientos, contestó:
- Me han dicho que eres muy pobre.
- En efecto, señor. No puedo negarlo, a la vista
está.
- Y también me han dicho que, sin embargo, eres
un buen albañil que sabe hacer excelentes
trabajos -prosiguió el anciano.
- No os han engañado, señor. Mi pobreza me
obliga a trabajar más barato que ningún otro
albañil de Granada. Sin embargo, sin falsa
modestia, he de deciros que me siento capaz de
hacer el mismo o mejor trabajo que cualquier otro.
Pero no tengo suerte...
- Bien, bien -le interrumpió el anciano que,
como todos los avaros, sólo se interesaba por
las desgracias de los demás para aprovecharlas
en beneficio propio, pero huía de oír
lamentaciones-. Supongo que te agradará que te
encargue algunas reparaciones y me las cobrarás
baratas.
- Sí, señor, desde luego.
- Entonces, de acuerdo. Te diré de qué se trata.
Tengo una casa vieja, que se me está viniendo
abajo. Pero, claro, no quiero gastar en ella más
dinero en reparaciones de lo que por sí misma
pueda valer. Mucho menos teniendo en cuenta que
nadie quiere vivir en ella, lo cual significa que
no me proporciona el menor beneficio. Resumiendo,
sólo quiero que hagas las reparaciones precisas
para que siga manteniéndose en pie.
- Estoy a vuestras órdenes, señor. Puedo
empezar cuando queráis.
- Mañana al amanecer vendré a buscarte y te
acompañaré.
Y tal como lo dijo, lo hizo.
Al día siguiente el avaro fue en busca del
honrado albañil y le condujo hasta la puerta de
un caserón que, en sus tiempos, debió
pertenecer a algún personaje de alcurnia, porque
se adivinaba amplio y de rica construcción. Pero
con el paso de los años y sobre todo por el
abandono que durante los últimos tiempos había
sufrido, casi amenazaba ruina. Transpusieron el
umbral y recorrieron amplias salas y largos
corredores, hasta llegar a un patio interior, en
cuyo centro se levantaba una vieja fuente morisca
que, al instante, llamó poderosamente la
atención de nuestro albañil.
Se detuvo un momento, observando con la mirada
todos los rincones del patio, así como también
las paredes y el techo de la cámara contigua,
meditando, al parecer, el precio que debería
pedir por su trabajo.
- Realmente, todo eso está muy mal -dijo-. Quien
habitó esa casa últimamente, debía ser hombre
de pocas exigencias.
- ¡No me recuerdes siquiera a mi último
inquilino! exclamó el avaro-. Sólo de pensar en
él, siento que me pongo enfermo.
- ¿Se murió, acaso, debiéndoos alquileres
atrasados...? -preguntó el albañil.
- No, no se trata de eso. Siempre pagó
puntualmente. Pero era un caballero que llegó a
la ciudad sin que nunca nadie supiese jamás de
dónde venía. No tenía familia alguna y no se
ocupaba más que de sí mismo. Tenía fama de muy
rico, de inmensamente rico, pero ya sabes, las
apariencias engañan en ocasiones. ¡Lo mismo
dicen de mí la gente del pueblo! Cualquier
persona con la que hables, te dirá que yo tengo
muchos doblones de oro y en realidad soy un pobre
viejo que sólo posee algunas casas, casi todas
en tan mal estado como esa, y que apenas si me
proporcionan lo suficiente para mal vivir.
- Sí, claro -asintió el albañil, sin
contradecirle aún sabiendo perfectamente que la
fama del anciano avaro estaba más que
justificada. Y añadió: - Pero, decidme, ¿qué
fue del caballero...?
- ¡Ah, sí, el caballero! Pues, verás, un día
murió de repente. ¡Apenas si tuvo tiempo de
recibir los últimos sacramentos! Pero con gran
sorpresa por parte de todos, no se halló en la
casa más que una bolsa de cuero conteniendo
algunos ducados. ¡Figúrate la desilusión que
experimentaron todos los que, al saber su muerte,
se habían apresurado a entrar en la casa,
llamándose a sí mismos vecinos o amigos, con el
fin de tomar parte en el reparto de sus bienes!...
Yo mismo, claro está, fui el primero en llegar.
Al fin y al cabo era mi inquilino y tenía más
derecho que nadie. Pero, como te digo..., ¡el
miserable sólo tenía unos pocos ducados!
Tras una pausa exigida por su excitación,
prosiguió diciendo el viejo avaro:
- Pero no es eso lo peor. Lo peor es que ese
caballero, aun a pesar de estar muerto desde hace
tiempo, sigue habitando la casa..., ¡y sin pagar
alquiler, eso es lo malo!
- ¿Decís que sigue habitando la casa... a pesar
de estar muerto...? No os entiendo, señor -se
sorprendió el albañil.
- Lo decía en sentido figurado. Pero la verdad
es que a la gente le ha dado por decir que su
alma sigue habitando la casa y muchos aseguran
haber oído, por la noche, tintineo de monedas en
la que fue la habitación del caballero. Aseguran
que su espíritu vuelve cada día para contar una
y otra vez las monedas que no pudo llevarse
consigo. Y también hay quien asegura haber oído
lamentos y quejidos en el patio.
- Habladurías... La gente tiene mucha
imaginación, señor -afirmó nuestro hombre.
- ¡Claro que son simples habladurías de gente
con exceso de imaginación!. Pero verdaderas o
falsas, han conseguido que esa casa adquiera mala
fama y por eso no consigo alquilarla, ni aun a
pesar de ofrecerla por muy poco dinero.
- Se me ocurre una idea -dijo el albañil-.
Advierto que esa casa necesita muchas
reparaciones para dejarla en condiciones de ser
habitada de nuevo. Y eso lleva tiempo...
El anciano avaro arrugó el entrecejo. Comenzaba
a temer que el albañil no le resultara tan
barato como en un principio esperaba. Sin embargo,
nada dijo y le dejó proseguir.
- Lo mejor sería que yo habitara la casa, en
tanto realizo las reparaciones necesarias. Si me
permitís vivir en ella sin pagar alquiler, nada
os cobraré por mi trabajo. Y la abandonaré, os
lo prometo en cuanto se os presente un inquilino
mejor. Además, eso servirá para que la gente
cese en sus habladurías.
- Eres valiente, por lo que veo. ¿No temes a los
espíritus?
- Los espíritus, vos lo dijisteis hace un
momento, sólo existen en la imaginación de las
gente. Yo soy buen creyente. Sólo temo a Dios,
pero guardo sus preceptos y sé que me librará
de todo mal.
- De acuerdo, entonces -dijo el viejo avaro,
deseoso de cerrar pronto aquel trato que tanto le
favorecería-. Trasládate a esa casa cuando
quieras, y comienza tu trabajo tan pronto te sea
posible.
Y se marchó muy contento, frotándose las manos
con satisfacción. Pero no menos satisfecho se
marchó el pobre albañil.
- ¡De una vez para siempre se acabaron todos los
problemas! -se decía, mientras regresaba a su
casa.
Al día siguiente las gentes vieron con asombro
cómo el albañil trasladaba a la casa
«embrujada», como desde hacía tiempo llamaban
a la que había sido morada del caballero, los
pocos muebles y enseres de que disponía.
- Algo horrible le sucederá, sin duda -se
decían las viejas, llenas de temor.
Pero nada malo le sucedió al pobre albañil, ni
a ninguno su familia. Por el contrario, poco a
poco, fue reparando la casa, y como ya dijimos
que era muy hábil en su trabajo y excelente
conocedor del oficio, consiguió restaurarla con
tal arte que volvió a convertirse en una de las
mejores de la ciudad.
Y como si en lugar de las desgracias que la gente
le profetizaba, la casa le hubiera traído la
suerte, a la antigua pobreza sucedió un
bienestar que aumentaba al paso de los días. El
hambre huyó para siempre de la casa, su mujer y
sus hijos compraron buenos vestidos, e incluso se
permitieron el lujo de renovar el mobiliario.
Ya nadie volvió a decir que oía por las noches
el tintineo de oro en la que fue habitación del
caballero. Ahora todos lo oían de día y a la
luz del sol, en los bolsillos del pobre albañil,
al que todos sus vecinos llegaron a querer,
admirar y respetar, por sus virtudes, así como
también por su generosidad hacia todos.
Porque su fortuna parecía multiplicarse al paso
de los días. Y así, una a una, fue comprando
muchas fincas, entre ellas el mismo caserón que
ahora habitaba, con lo cual se convirtió en uno
de los hombres más ricos de la ciudad de Granada,
y su bolsa no parecía agotarse nunca, a pesar de
que dio importantes sumas a los necesitados y a
los hospitales, y también socorría siempre con
largueza a cuantos menesterosos llamaban a su
puerta.
Su mujer intuía el origen de aquella fortuna,
pero como era muy discreta, jamás se lo
preguntó abiertamente, y jamás albañil se lo
reveló tampoco con claridad. Su secreto se
hubiera marchado con él a la tumba si no hubiera
sido porque había llegado a viejo y sintiendo
que llegaba su última hora, llamó a su hijo
mayor.
- Tengo que decirte algo -le dijo.
El muchacho tenía los ojos llenos de lágrimas,
pues pensaba que acaso fuera aquella la última
conversación que tendría con su padre y dijo,
haciendo un esfuerzo:
- Te escucho, padre. Dime lo que sea.
- Tienes derecho a conocer el secreto de nuestra
fortuna. Eres mi primogénito y debo explicarte
algo...
El antiguo albañil con voz débil, que a veces
no era más que un simple murmullo, le explicó a
su hijo una historia increíble. La de una noche
de miseria y de hambre, en que un caballero alto
y enjuto, llamó a su puerta y le pidió que le
siguiera, para hacer unas reparaciones en su casa.
- Tuve que cavar una bóveda, bajo la fuente
morisca del patio -dijo el anciano a su hijo-, y
la casualidad quiso que meses después me
encontrase en ella otra vez. Es ésta, hijo mío,
en que vivimos y pronto comprendí todo lo que
valía el secreto de aquellas noches en que
trabajé con tanto secreto...
Y siguió contando a su hijo cómo encontró otra
vez el tesoro, fabuloso en verdad, que él mismo
escondiera y tapiara luego. Del mismo había
podido hacer su suerte toda la familia y aún no
lo habían terminado, pues la vida de orden,
honradez y trabajo que llevaron siempre, había
impedido que las monedas de oro fueran sólo el
sueño de su vida.
De este modo sólo habían gastado una tercera
parte y aun así ésta no se había evaporado,
pues estaba en casas y terrenos. Y llevando una
vida de bienestar y aun de opulencia, no tenían
el temor de verse pobres otra vez.
Quizá el tesoro del albañil no fue el que
encontró en la bóveda de la fuente morisca,
sino su honradez, sentido del trabajo y
ordenación de vida. Por eso el tesoro no se
acabó nunca y el buen albañil lo dejó a sus
hijos en herencia.
Escritor Washington Irving
FIN
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