El rayo de luna
Yo no sé si esto
es una historia que parece cuento o un cuento que
parece historia; lo que puedo decir es que en su
fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de
la que acaso yo seré uno de los últimos en
aprovecharme, dadas mis condiciones de
imaginación.
Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un
tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta
leyenda que, a los que nada vean en su fondo, al
menos podrá entretenerles un rato.
Era noble, había nacido entre el estruendo de
las armas, y el insólito clamor de una trompa de
guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un
instante ni apartar sus ojos un punto del oscuro
pergamino en que leía la última cantiga de un
trovador.
Los que quisieran encontrarle, no lo debían
buscar en el anchuroso patio de su castillo,
donde los palafreneros domaban los potros, los
pajes enseñaban a volar a los halcones, y los
soldados se entretenían los días de reposo en
afilar el hierro de su lanza contra una piedra.
-¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro
señor? -preguntaba algunas veces su madre.
-No sabemos -respondían sus servidores:- acaso
estará en el claustro del monasterio de la Peña,
sentado al borde de una tumba, prestando oído a
ver si sorprende alguna palabra de la
conversación de los muertos; o en el puente,
mirando correr unas tras otras las olas del río
por debajo de sus arcos; o acurrucado en la
quiebra de una roca y entretenido en contar las
estrellas del cielo, en seguir una nube con la
vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan
como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En
cualquiera parte estará menos en donde esté
todo el mundo.
En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba
de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no
tener sombra, porque su sombra no le siguiese a
todas partes.
Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda
suelta a la imaginación, forjaba un mundo
fantástico, habitado por extrañas creaciones,
hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta,
tanto, que nunca le habían satisfecho las formas
en que pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca
los había encerrado al escribirlos.
Creía que entre las rojas ascuas del hogar
habitaban espíritus de fuego de mil colores, que
corrían como insectos de oro a lo largo de los
troncos encendidos, o danzaban en una luminosa
ronda de chispas en la cúspide de las llamas, y
se pasaba las horas muertas sentado en un escabel
junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y con
los ojos fijos en la lumbre.
Creía que en el fondo de las ondas del río,
entre los musgos de la fuente y sobre los vapores
del lago, vivían unas mujeres misteriosas, hadas,
sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y
suspiros, o cantaban y se reían en el monótono
rumor del agua, rumor que oía en silencio
intentando traducirlo.
En las nubes, en el aire, en el fondo de los
bosques, en las grietas de las peñas, imaginaba
percibir formas o escuchar sonidos misteriosos,
formas de seres sobrenaturales, palabras
ininteligibles que no podía comprender.
¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no
para sentirlo. Amaba a todas las mujeres un
instante: a ésta porque era rubia, a aquélla
porque tenía los labios rojos, a la otra porque
se cimbreaba al andar como un junco.
Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto
de quedarse una noche entera mirando a la luna,
que flotaba en el cielo entre un vapor de plata,
o a las estrellas que temblaban a lo lejos como
los cambiantes de las piedras preciosas. En
aquellas largas noches de poético insomnio,
exclamaba: -Si es verdad, como el prior de la
Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos
de luz sean mundos; si es verdad que en ese globo
de nácar que rueda sobre las nubes habitan
gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las
mujeres de esas regiones luminosas, y yo no
podré verlas, y yo no podré amarlas!... ¿Cómo
será su hermosura?... ¿Cómo será su amor?...
Manrique no estaba aún lo bastante loco para que
le siguiesen los muchachos, pero sí lo
suficiente para hablar y gesticular a solas, que
es por donde se empieza.
Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las
carcomidas y oscuras piedras de las murallas de
Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al
antiguo convento de los Templarios, cuyas
posesiones se extendían a lo largo de la opuesta
margen del río.
En la época a que nos referimos, los caballeros
de la Orden habían ya abandonado sus históricas
fortalezas; pero aún quedaban en pie los restos
de los anchos torreones de sus muros, aún se
veían, como en parte se ven hoy, cubiertos de
hiedra y campanillas blancas, los macizos arcos
de su claustro, las prolongadas galerías
ojivales de sus patios de armas, en las que
suspiraba el viento con un gemido, agitando las
altas hierbas.
En los huertos y en los jardines, cuyos senderos
no hollaban hacía muchos años las plantas de
los religiosos, la vegetación, abandonada a sí
misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de
que la mano del hombre la mutilase, creyendo
embellecerla. Las plantas trepadoras subían
encaramándose por los añosos troncos de los
árboles; las sombrías calles de álamos, cuyas
copas se tocaban y se confundían entre sí, se
habían cubierto de césped; los cardos
silvestres y las ortigas brotaban en medio de los
enarenados caminos, y en dos trozos de fábrica,
próximos a desplomarse, el jaramago, flotando al
viento como el penacho de una cimera, y las
campanillas blancas y azules, balanceándose como
en un columpio sobre sus largos y flexibles
tallos, pregonaban la victoria de la destrucción
y la ruina.
Era de noche; una noche de verano, templada,
llena de perfumes y de rumores apacibles, y con
una luna blanca y serena, en mitad de un cielo
azul, luminoso y transparente.
Manrique, presa su imaginación de un vértigo de
poesía, después de atravesar el puente, desde
donde contempló un momento la negra silueta de
la ciudad, que se destacaba sobre el fondo de
algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas
en el horizonte, se internó en las desiertas
ruinas de los Templarios.
La media noche tocaba a su punto. La luna, que se
había ido remontando lentamente, estaba ya en lo
más alto del cielo, cuando al entrar en una
oscura alameda que conducía desde el derruido
claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló
un grito leve y ahogado, mezcla extraña de
sorpresa, de temor y de júbilo.
En el fondo de la sombría alameda había visto
agitarse una cosa blanca, que flotó un momento y
desapareció en la oscuridad. La orla del traje
de una mujer, de una mujer que había cruzado el
sendero y se ocultaba entre el follaje, en el
mismo instante en que el loco soñador de
quimeras o imposibles penetraba en los jardines.
-¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio!...,
¡A estas horas! Esa, esa es la mujer que yo
busco -exclamó Manrique; y se lanzó en su
seguimiento, rápido como una saeta.
Llegó al punto en que había visto perderse
entre la espesura de las ramas a la mujer
misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde?
Allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre
los cruzados troncos de los árboles como una
claridad o una forma blanca que se movía.
-¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y
huye como una sombra! -dijo, y se precipitó en
su busca, separando con las manos las redes de
hiedra que se extendían como un tapiz de unos en
otros álamos. Llegó rompiendo por entre la
maleza y las plantas parásitas hasta una especie
de rellano que iluminaba la claridad del cielo...
¡Nadie! -¡Ah!, por aquí, por aquí va -exclamó
entonces.- Oigo sus pisadas sobre las hojas secas,
y el crujido de su traje que arrastra por el
suelo y roza en los arbustos; -y corría y
corría como un loco de aquí para allá, y no la
veía. -Pero siguen sonando sus pisadas -murmuró
otra vez;- creo que ha hablado; no hay duda, ha
hablado... El viento que suspira entre las ramas;
las hojas, que parece que rezan en voz baja, me
han impedido oír lo que ha dicho; pero no hay
duda, va por ahí, ha hablado... ha hablado...
¿En qué idioma? No sé, pero es una lengua
extranjera... Y tornó a correr en su seguimiento,
unas veces creyendo verla, otras pensando oírla;
ya notando que las ramas, por entre las cuales
había desaparecido, se movían; ya imaginando
distinguir
en la arena la huella de sus propios pies; luego,
firmemente persuadido de que un perfume especial
que aspiraba a intervalos era un aroma
perteneciente a aquella mujer que se burlaba de
él, complaciéndose en huirle por entre aquellas
intrincadas malezas. ¡Afán inútil!
Vagó algunas horas de un lado a otro fuera de
sí, ya parándose para escuchar, ya
deslizándose con las mayores precauciones sobre
la hierba, ya en una carrera frenética y
desesperada.
Avanzando, avanzando por entre los inmensos
jardines que bordaban la margen del río, llegó
al fin al pie de las rocas sobre que se eleva la
ermita de San Saturio. -Tal vez, desde esta
altura podré orientarme para seguir mis
pesquisas a través de ese confuso laberinto -exclamó
trepando de peña en peña con la ayuda de su
daga.
Llegó a la cima, desde la que se descubre la
ciudad en lontananza y una gran parte del Duero
que se retuerce a sus pies, arrastrando una
corriente impetuosa y oscura por entre las corvas
márgenes que lo encarcelan.
Manrique, una vez en lo alto de las rocas,
tendió la vista a su alrededor; pero al tenderla
y fijarla al cabo en un punto, no pudo contener
una blasfemia.
La luz de la luna rielaba chispeando en la estela
que dejaba en pos de sí una barca que se
dirigía a todo remo a la orilla opuesta.
En aquella barca había creído distinguir una
forma blanca y esbelta, una mujer sin duda, la
mujer que había visto en los Templarios, la
mujer de sus sueños, la realización de sus más
locas esperanzas. Se descolgó de las peñas con
la agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra,
cuya redonda y larga pluma podía embarazarle
para correr, y desnudándose del ancho capotillo
de terciopelo, partió como una exhalación hacia
el puente.
Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes
que la barca tocase en la otra orilla. ¡Locura!
Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto de
sudor a la entrada, ya los que habían atravesado
el Duero por la parte de San Saturio, entraban en
Soria por una de las puertas del muro, que en
aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, en
cuyas aguas se retrataban sus pardas almenas.
Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar a los
que habían entrado por el postigo de San Saturio,
no por eso nuestro héroe perdió la de saber la
casa que en la ciudad podía albergarlos. Fija en
su mente esta idea, penetró en la población, y
dirigiéndose hacia el barrio de San Juan,
comenzó a vagar por sus calles a la ventura.
Las calles de Soria eran entonces, y lo son
todavía, estrechas, oscuras y tortuosas. Un
silencio profundo reinaba en ellas, silencio que
sólo interrumpían, ora el lejano ladrido de un
perro; ora el rumor de una puerta al cerrarse,
ora el relincho de un corcel que piafando hacía
sonar la cadena que le sujetaba al pesebre en las
subterráneas caballerizas.
Manrique, con el oído atento a estos rumores de
la noche, que unas veces le parecían los pasos
de alguna persona que había doblado ya la
última esquina de un callejón desierto, otras,
voces confusas de gentes que hablaban a sus
espaldas y que a cada momento esperaba ver a su
lado, anduvo algunas horas, corriendo al azar de
un sitio a otro.
Por último, se detuvo al pie de un caserón de
piedra, oscuro y antiquísimo, y al detenerse
brillaron sus ojos con una indescriptible
expresión de alegría. En una de las altas
ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar
palacio, se veía un rayo de luz templada y suave
que, pasando a través de unas ligeras colgaduras
de seda color de rosa, se reflejaba en el
negruzco y grieteado paredón de la casa de
enfrente.
-No cabe duda; aquí vive mi desconocida -murmuró
el joven en voz baja sin apartar un punto sus
ojos de la ventana gótica;- aquí vive. Ella
entró por el postigo de San Saturio... por el
postigo de San Saturio se viene a este barrio...
en este barrio hay una casa, donde pasada la
media noche aún hay gente en vela... ¿En vela?
¿Quién sino ella, que vuelve de sus nocturnas
excursiones, puede estarlo a estas horas?... No
hay más; ésta es su casa.
En esta firme persuasión, y revolviendo en su
cabeza las más locas y fantásticas
imaginaciones, esperó el alba frente a la
ventana gótica, de la que en toda la noche no
faltó la luz ni él separó la vista un momento.
Cuando llegó el día, las macizas puertas del
arco que daba entrada al caserón, y sobre cuya
clave se veían esculpidos los blasones de su
dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con
un chirrido prolongado y agudo. Un escudero
reapareció en el dintel con un manojo de llaves
en la mano, restregándose los ojos y enseñando
al bostezar una caja de dientes capaces de dar
envidia a un cocodrilo.
Verle Manrique y lanzarse a la puerta, todo fue
obra de un instante.
-¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama
ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a Soria?
¿Tiene esposo? Responde, responde, animal. -Ésta
fue la salutación que, sacudiéndole el brazo
violentamente, dirigió al pobre escudero, el
cual, después de mirarle un buen espacio de
tiempo con ojos espantados y estúpidos, le
contestó con voz entrecortada por la sorpresa:
-En esta casa vive el muy honrado señor D.
Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro
señor el rey, que herido en la guerra contra
moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose
de sus fatigas.
-Pero ¿y su hija? -interrumpió el joven
impaciente;- ¿y su hija, o su hermana; o su
esposa, o lo que sea?
-No tiene ninguna mujer consigo.
-¡No tiene ninguna!... Pues ¿quién duerme
allí en aquel aposento, donde toda la noche he
visto arder una luz?
-¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que,
como se halla enfermo, mantiene encendida su
lámpara hasta que amanece.
Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le
hubiera causado más asombro que el que le
causaron estas palabras.
-Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si
la encuentro, estoy casi seguro de que he de
conocerla... ¿En qué?... Eso es lo que no
podré decir... pero he de conocerla. El eco de
sus pisadas o una sola palabra suya que vuelva a
oír, un extremo de su traje, un solo extremo que
vuelva a ver, me bastarán para conseguirlo.
Noche y día estoy mirando flotar delante de mis
ojos aquellos pliegues de una tela diáfana y
blanquísima; noche y día me están sonando
aquí dentro, dentro de la cabeza, el crujido de
su traje, el confuso rumor de sus ininteligibles
palabras... ¿Qué dijo?... ¿qué dijo? ¡Ah!,
si yo pudiera saber lo que dijo, acaso... pero
aún sin saberlo la encontraré... la encontraré;
me lo da el corazón, y mi corazón no me engaña
nunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente
todas las calles de Soria; que he pasado noches y
noches al sereno, hecho poste de una esquina; que
he gastado más de veinte doblas en oro en hacer
charlar a dueñas y escuderos; que he dado agua
bendita en San Nicolás a una vieja, arrebujada
con tal arte en su manto de anascote, que se me
figuró una deidad; y al salir de la Colegiata
una noche de maitines, he seguido como un tonto
la litera del arcediano, creyendo que el extremo
de sus holapandas era el del traje de mi
desconocida; pero no
importa... yo la he de encontrar, y la gloria de
poseerla excederá seguramente al trabajo de
buscarla.
¿Cómo serán sus ojos?... Deben de ser azules,
azules y húmedos como el cielo de la noche; me
gustan tanto los ojos de ese color; son tan
expresivos, tan melancólicos, tan... Sí... no
hay duda; azules deben de ser, azules son,
seguramente; y sus cabellos negros, muy negros y
largos para que floten... Me parece que los vi
flotar aquella noche, al par que su traje, y eran
negros... no me engaño, no; eran negros.
¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy
rasgados y adormidos, y una cabellera suelta,
flotante y oscura, a una mujer alta... porque...
ella es alta, alta y esbelta como esos ángeles
de las portadas de nuestras basílicas, cuyos
ovalados rostros envuelven en un misterioso
crepúsculo las sombras de sus doseles de granito!
¡Su voz!... su voz la he oído... su voz es
suave como el rumor del viento en las hojas de
los álamos, y su andar acompasado y majestuoso
como las cadencias de una música.
Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso
de mis sueños de adolescente, que piensa como yo
pienso, que gusta como yo gusto, que odia lo que
yo odio, que es un espíritu humano de mi
espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no
se ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me
ha de amar como yo la amaré, como la amo ya, con
todas las fuerzas de mi vida, con todas las
facultades de mi alma?
Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y
única vez que le he visto... ¿Quién sabe si,
caprichosa como yo, amiga de la soledad y el
misterio, como todas las almas soñadoras, se
complace en vagar por entre las ruinas, en el
silencio de la noche?
Dos meses habían transcurrido desde que el
escudero de D. Alonso de Valdecuellos desengañó
al iluso Manrique; dos meses durante los cuales
en cada hora había formado un castillo en el
aire, que la realidad desvanecía con un soplo;
dos meses, durante los cuales había buscado en
vano a aquella mujer desconocida, cuyo absurdo
amor iba creciendo en su alma, merced a sus aún
más absurdas imaginaciones, cuando después de
atrevesar absorto en estas ideas el puente que
conduce a los Templarios, el enamorado joven se
perdió entre las intrincadas sendas de sus
jardines.
La noche estaba serena y hermosa, la luna
brillaba en toda su plenitud en lo más alto del
cielo, y el viento suspiraba con un rumor
dulcísimo entre las hojas de los árboles.
Manrique llegó al claustro, tendió la vista por
su recinto y miró a través de las macizas
columnas de sus arcadas... Estaba desierto.
Salió de él encaminó sus pasos hacia la oscura
alameda que conduce al Duero, y aún no había
penetrado en ella, cuando de sus labios se
escapó un grito de júbilo.
Había visto flotar un instante y desaparecer el
extremo del traje blanco, del traje blanco de la
mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba
como un loco.
Corre, corre en su busca, llega al sitio en que
la ha visto desaparecer; pero al llegar se
detiene, fija los espantados ojos en el suelo,
permanece un rato inmóvil; un ligero temblor
nervioso agita sus miembros, un temblor que va
creciendo, que va creciendo y ofrece los
síntomas de una verdadera convulsión, y
prorrumpe al fin una carcajada, una carcajada
sonora, estridente, horrible.
Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había
vuelto a brillar ante sus ojos, pero había
brillado a sus pies un instante, no más que un
instante.
Era un rayo de luna, un rayo de luna que
penetraba a intervalos por entre la verde bóveda
de los árboles cuando el viento movía sus ramas.
Habían pasado algunos años. Manrique, sentado
en un sitial junto a la alta chimenea gótica de
su castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga
e inquieta como la de un idiota, apenas prestaba
atención ni a las caricias de su madre, ni a los
consuelos de sus servidores.
-Tú eres joven, tú eres hermoso -le decía
aquélla;- ¿por qué te consumes en la soledad?
¿Por qué no buscas una mujer a quien ames, y
que amándote pueda hacerte feliz?
-¡El amor!... El amor es un rayo de luna -murmuraba
el joven.
-¿Por qué no despertáis de ese letargo? -le
decía uno de sus escuderos;- os vestís de
hierro de pies a cabeza, mandáis desplegar al
aire vuestro pendón de ricohombre, y marchamos a
la guerra: en la guerra se encuentra la gloria.
-¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna.
-¿Queréis que os diga una cantiga, la última
que ha compuesto mosén Arnaldo, el trovador
provenzal?
-¡No! ¡No! -exclamó el joven incorporándose
colérico en su sitial;- no quiero nada... es
decir, sí quiero... quiero que me dejéis solo...
Cantigas... mujeres... glorias... felicidad...
mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en
nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo,
y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?,
¿para qué?, para encontrar un rayo de luna.
Manrique estaba loco: por lo menos, todo el mundo
lo creía así. A mí, por el contrario, se me
figuraba que lo que había hecho era recuperar el
juicio.
FIN
Autor Gustavo Adolfo Becquer
Cuentos y relatos
. Relatos infantiles
|