Las aventuras de Ulises
Ulises, ya viejo y
cansado, volvía a su casa ansioso por ver de
nuevo a Penélope, su esposa.
Joven aún se había despedido de ella para ir
como combatiente a la guerra de Troya.
Volvía viejo, porque la guerra había durado
tantos años, que no le bastaban los dedos de la
mano para contarlos.
Pronto volveré a ver a mi querida Penélope
pensaba recostado en la borda de su
barco. Se le debe de haber vuelto blanco el
cabello de tanto esperarme.
Se sentía ansioso. No sabía, ni se imaginaba,
que antes de ver a Penélope tendría que
enfrentarse con muchos, muchísimos peligros.
Peligros cuya duración no sería corta ni
pequeña, sino larga, muy larga. ¡Sí, unos
cuantos años más separarían todavía a Ulises
de su adorada esposa Penélope!
El primer obstáculo en su travesía fue Polifemo,
el gigante.
Polifemo, más que gigante, era un Cíclope,
porque tenía un solo ojo redondo, en medio de la
frente. Y no era un Cíclope cualquiera. Era el
más importante de todos ellos: el que tenía
más ovejas, la cueva más grande, más quesos y
más jarras de leche en ella.
Tenía, además, unos gustos muy especiales:
adoraba el vino y detestaba el hígado frito. No
le gustaban los reyes, ni tampoco los héroes.
Por eso, en cuanto vio desembarcar a Ulises y sus
compañeros, los tomó prisioneros,
encerrándolos en su amplia cueva.
Allí, mirándolos con su enorme ojo solitario,
les preguntó de dónde venían.
De Troya contestaron en seguida los
viajeros. Después les preguntó cómo se llamaba
el jefe de todos ellos.
Me llamo Nadie mintió
Ulises, que desconfiaba de aquel interrogatorio.
¡No me gusta ni tu nombre, ni la cara de
tus compañeros! Por lo tanto, ahora me comeré
dos de ellos, y al resto los dejaré encerrados
un ratito más, hasta que me venga de nuevo el
hambre amenazó Polifemo contento.
¡Espera! le gritó Ulises, asustado
del peligro que corrían. ¡Toma antes este
vino que te ofrezco!
El Cíclope no se hizo rogar. Tomó una jarra
tras otra, hasta caer borracho y quedar dormido
como un ceporro.
Aprovechando el sueño profundo del Cíclope,
Ulises tomó una larga estaca de madera y hundió
su extremo en el fuego.
Cuando la punta estuvo al rojo vivo, la clavó en
el ojo del gigante borracho, que bramó de dolor.
Los gritos de rabia eran tan fuertes y agudos,
que todos los Cíclopes del lugar corrieron a ver
qué ocurría, mientras Ulises y sus compañeros
huían hacia la nave, que los esperaba
meciéndose al vaivén de las olas, a orillas del
mar.
Qué te pasa amigo? le preguntaron
los gigantes al herido, que se había quedado
ciego.
¡Nadie me hirió! gritó Polifemo,
indignado.
¿Quién?
¡Nadie!
Si nadie te hirió, debe de ser un castigo
de los dioses le hicieron observar sus
amigos, retirándose cada cual a su trabajo y
dejándolo solo.
Así quedó ciego y engañado Polifemo, víctima
del astuto Ulises, a quien él había querido
devorar.
La próxima parada de Ulises fue en la isla de
Eolo, el rey de los vientos.
Éste, a diferencia del Cíclope, era amable y
gentil con las visitas.
A los viajeros los convidó con ricos alimentos y
los abrigó con buenas ropas, y les preparó
también mullidas camas para dormir por la noche.
También les hizo una pequeña fiesta en su honor.
Al día siguiente, en el momento de despedirse,
hizo dos cosas. Primero le entregó a Ulises una
bolsa que contenía todos los vientos malos.
Después, los saludó varias veces con la mano,
ordenando al mismo tiempo a los vientos buenos
que empujaran la embarcación y la orientaran
bien, por la buena ruta.
Ulises vigilaba atentamente el desarrollo del
viaje. Pero, como estaba muy cansado, se durmió,
después de apoyar la cabeza en los brazos.
Mientras él dormía, sus compañeros, creyendo
que en la bolsa que le había dado Eolo había
mucho oro, la abrieron para repartírselo.
Y lo único que consiguieron fue que los vientos
malos levantasen las olas y desviaran la nave de
la verdadera ruta, llevándosela quien sabía
adónde. Eolo, al ver aquello, se enojó
muchísimo y no quiso ayudarlos más. Así que
tuvieron que seguir remando con todas sus fuerzas,
con todas sus fuerzas...
Pero las olas fueron más fuertes que las fuerzas
de los remeros y la nave se hundió.
Ulises fue el único sobreviviente. Con el
mástil de su hundida nave se construyó una
especie de balsa, que las olas fueron llevando
hasta una isla cercana: la isla de Calipso.
Calipso era una ninfa del mar, una hermosa mujer
que vivía rodeada de algas, peces de colores y
estrellas de mar, y dotada de maravillosos
poderes que la hacían superior al resto de las
mujeres. Calipso podía ayudarlo, pero no lo hizo
porque se enamoró de él y quiso retenerlo a su
lado para siempre.
Pero Ulises no pensaba más que en Penélope, su
mujer, que fielmente lo esperaba y suspiraba por
él.
Una noche se escapó Ulises de la isla en una
nave rudimentaria que se había fabricado a
escondidas. Otra ninfa del mar, menos interesada
que Calipso, le dio un cinturón flotador.
Como la nave se hundió, Ulises, nadando con la
ayuda del cinturón, llegó a una playa
desconocida. Sin saberlo, se encontró que estaba
en la tierra de Alcinoo, el rey de los feacios.
Alcinoo era un rey muy rico y amado por su pueblo.
El náufrago se acercó hasta la corte de Alcinoo
y allí pidió a la reina que le facilitara las
cosas necesarias para volver a su patria.
Sin preguntarle quien era, lo agasajaron todos
mucho y los jóvenes lo invitaron a competir con
ellos en un deporte del país.
Ulises no pudo decir que no.
El juego consistía en arrojar una pesada piedra.
El que la arrojaba más lejos, era el ganador.
Algunos competidores no podían ni siquiera
levantar la piedra. ¡Tan pesada era!
Ulises la tomó sin dificultad alguna y la lanzó
tan lejos, que nunca se la pudo encontrar ya.
Todos quedaron admirados, especialmente la hija
del rey, que pensó que seguramente aquél sería
el mejor marido que podía elegir en toda su vida.
El rey asombrado, le pidió que, por favor, le
contara su vida, que debía de ser muy
interesante. Ulises no se hizo rogar. Contó
cómo había dejado su palacio, su mujer y su
hijo, para ir a la guerra de Troya. Contó cómo
aquella guerra se había prolongado años y años
y años, sin ganar ni el uno ni el otro bando.
Contó cómo gracias a un enorme caballo de
madera habían podido tomar la ciudad del enemigo,
que era la ciudad de Troya. Esto les gustó tanto
a los feacios, que le pidieron que les contara
aquel episodio otra vez. Y Ulises se lo relató,
fatigado, de nuevo:
Construimos un caballo de madera de muchos
metros de alto, que en su interior era hueco. Y
allí, en la gran panza hueca del caballo,
escondimos a nuestros soldados más aguerridos y
valientes. Después, se lo ofrecimos como regalo
a nuestros enemigos, que, confiados, lo
introdujeron en su ciudad, la por nosotros tan
ansiada Troya.
Aquella noche, estando todos festejando el regalo,
en medio de la oscuridad se abrió una puerta
secreta y nuestros guerreros salieron del caballo.
En pocas horas vencieron a los enemigos, tomados
de sorpresa, y la ciudad que había resistido
años tan largos, se rindió en una sola noche.
El rey preguntó:
¿Quién fue el que tuvo la brillante idea
del caballo de madera?
Humildemente, Ulises tuvo que confesar que la
idea había sido suya.
Al enterarse de aquello, el pueblo hizo fila para
hacerle regalos.
Entretanto, una nave, ya lista, esperaba al
héroe para llevarlo hasta su tierra.
Se embarcó Ulises, se despidió de los feacios
desde la nave, que se fue alejando, alejando, de
la playa e internándose más, cada vez más, en
el mar.
Veinte años hacía que se había ido Ulises de
su patria querida.
En aquellos veinte años, Telémaco, el hijo de
Ulises, había crecido mucho y había salido en
busca de su padre, a quien extrañaba muchísimo.
La reina Penélope tuvo una sola preocupación en
tanto tiempo: ahuyentar, alejar de sí, a los
pretendientes que querían casarse con ella en
ausencia de Ulises.
Aquellos pretendientes se habían instalado en el
propio palacio de la reina, para no perder
ninguna oportunidad de conquistarla.
Y también para gastar la fortuna del pobre rey
Ulises, que valientemente estaba arriesgando su
vida en la lejana Troya.
Al encontrarse Ulises con su hijo y contarle
éste lo que estaba ocurriendo con los atrevidos
pretendientes, idearon los dos un plan.
El hijo disfrazó al padre de mendigo y se
presentaron ambos en el palacio.
¡Hijo, qué suerte que has vuelto!
le dijo, abrazándolo, Penélope, que se
había sentido muy sola ante los pretendientes,
en ausencia últimamente, no ya sólo del esposo,
sino también de su hijo.
Los pretendientes fingieron también que se
habían puesto muy contentos de ver de vuelta a
Telémaco.
¡Con tal que no vuelva tu padre!
pensaron ellos con maldad.
Al ver al mendigo que lo acompañaba, lo tomaron
a risa y empezaron a burlarse de él.
Le tiraron del pelo, le echaron vino a la cara, y
le hacían mil morisquetas ridículas. Ulises los
dejó hacer algún tiempo, esperando la mejor
oportunidad para castigarlos.
Penélope, que no sabía aún nada del retorno de
Ulises disfrazado de mendigo, había preparado
una prueba. El triunfador tendría derecho a
tomarla por esposa. La reina sabía de antemano
que el único que podía ganar, era Ulises. Pero
ni se imaginaba que ya lo tenía allí, de vuelta.
La prueba consistía en disparar una flecha que
tenía que pasar por el centro de doce anillos,
uno tras otro, sin tocarlos.
Los pretendientes probaron y sucesivamente
fracasaron, sin obtener ninguno de ellos el
éxito apetecido.
Penélope se sentía tranquila. Con aquello
alejaría por algún tiempo de sí a los molestos
y descarados pretendientes.
Entre burlas y risas los pretendientes pidieron
al mendigo que probara él a disparar también la
flecha.
Ulises tomó firmemente el arco, ajusto la cuerda,
tiró de ella, apuntó y disparó: ¡la flecha,
ante la sorpresa de todos, pasó exactamente por
el centro de los anillos!
¡Ahora a otro blanco! gritaron a un
tiempo Ulises y Telémaco, y empezaron a disparar
contra los pretendientes, que huyeron como ratas,
despavoridos.
Penélope le quitó el disfraz, sin poder creer
lo que veía, y súbitamente un fuerte abrazo
unió a marido y mujer, separados desde hacía
tantísimos años. Telémaco, con los ojos
húmedos de lágrimas, sonreía.
Y, en adelante, Ulises quedó dueño de su reino
y su mujer para siempre.
Cuentos de
Polidoro
FIN
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